Es un hecho. El olor a mar se desvanece. La sensación de libertad, con el aire rozando tu piel como portavoz se desvanece. Todo tiene una explicación, el verano acaba, y se acerca tu primer día. Cambian todas esas sensaciones por el olor a lápiz y libreta, que invade de nuevo tu cabeza, y te centras de nuevo.
Ousmane Dembélé no ha tenido un verano tranquilo. Ha tenido un verano movido, con la rebeldía como principal emoción que, unido a su deseo de cumplir su sueño, forzaron su mudanza de Dortmund con destino fijo: Barcelona.
Llegó a la ciudad condal con los ojos de un niño que examinan su nuevo colegio, aquel lugar en el que pasará tantas horas, y le encantaba, Tuvo la oportunidad de conocer a la nueva familia que le acogía en su presentación, y se sintió querido, deseado y esperado.
Pero él esperaba ansioso, sin dejar de esperar e imaginar cómo sería su primer día en el Camp Nou, aquel sería su primer día real, frente a uno de los grandes rivales de el equipo que ahora representaba, el derbi catalán, el Espanyol ya temía su velocidad y desborde.
Llegó aquel día que tantas veces había intentado respresentar en su mente. Como el niño que pasea por los pasillos por primera vez atento a las miradas examinadoras, Dembélé subía las escaleras del túnel de vestuarios, y vio por primera vez las 100.000 almas que con su voz le daban la bienvenida. Se sentó, porque no salía de inicio, de nuevo emulando al niño, que se sienta en el pupitre, tímido, esperando sorprender y gustar. Iba a llegar ese momento, pero tenía que esperar.
En la primera parte, pudo disfrutar de dos goles del hombre al que tanto admira, Leo Messi, mientras sus piernas le decían que querían salir a jugar, que eso de estar sentado no les gustaba. Llegó el momento con 3-0 en el marcador. Valverde se giró, y le miró. Como aquella conexión deniño y profesor el primer día, le sonrió y le dijo que le tocaba. Ousmane no podía ser más feliz, se preparó y salió a calentar. La gente enloqueció, y el francés les aplaudía. Pudo escuchar el primer cantico que salía espontáneamente de los corazones azulgranas, al ritmo de la marsellesa, el Camp Nou cantaba “Allez, allez, allez, Ousamen Dembélé”, y eso le encantaba.
Ya en la banda, para salir, como el niño que espera feliz en la puerta del patio, intentaba concentrarse para hacer de su debut algo especial. Saltó al verde césped que le acogía acariciando sus botas.
Dembélé flotaba en el campo, y empezó a fluir. Cada balón que tocaba en aquella banda derecha se lo había imaginado, o incluso soñado. La conexión con sus nuevos compañeros, como el niño que empieza a bromear y hablar con su nueva clase, empezaba a hacerse notar.
En un córner, observó el balón volar en el campo, pero alguien voló aun más alto, era Piqué, que remataba fuerte. Esa era el primer gol que Ousmane presenciaba pisando el verde. Se acercó y le abrazó, ya notaba el calor acogedor de su nueva familia.
Hubo un momento clave en su primer día, un momento que recordara siempre. Le llegaba un balón que dejaba correr para perseguirlo en carrera, era el tramo final del partido, y quería poner la guinda al pastel más dulce. Sirvió uno de los balones más importantes de su carrera a Luis Suaréz, que solo tuvo que rematar a placer. Aquella era su primera asistencia, y el uruguayo se acercaba para agradecérselo, se abrazaban y felicitaban, aquella era la sensación por la que tanto había luchado, por la que se había revelado. Aquel era su sueño, y estaba surgiendo.
Llegó el final del partido, y su primer día había acabado. Las sensaciones habían sido tan buenas que no quería irse, y como el niño que sale del colegio ilusionado y se gira para despedirlo y volver mañana, Dembélé volteó su cuerpo para mirar por última vez su nueva casa antes de que terminara el día de su estreno.
Ya nadie cantaba en aquel campo en el que las butacas se vaciaban, pero él lo seguía escuchando:
“Allez, Allez, Allez, Ousmane Dembélé”.
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