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El estercolero

Santiago Segurola definió a la red social Twitter como “un bar de borrachos”. Quizá no resulte sorprendente que Segurola no tenga, desde hace un tiempo, una cuenta a su nombre en dicha red social. Cada vez son más los compañeros de profesión a los que escucho decir que sólo usan su cuenta para escribir algo, no leen ninguna respuesta ni interactúan con nadie. Yo, para definir a la ‘red del pajarito azul’, prefiero usar una expresión algo más sutil: Twitter, actualmente, es un estercolero. En realidad, es un estercolero en el que han crecido muchas flores, pero el olor sigue siendo el mismo. 

Confieso que sigo ahí por las flores. No niego la utilidad de tener cierto número de seguidores en una red social, ni lo atractivo que es para un comunicador disponer de un canal de transmisión que le permite decir lo que quiera y que miles de personas lo lean al instante. De hecho, Twitter tiene cosas buenas: ahí he descubierto a decenas de compañeros cuyo contenido me parece interesante, y a gente con la que da gusto charlar y discrepar con respeto. Pero, como ya he escuchado y leído varias veces en las últimas semanas, si Twitter culmina un proceso de deterioro que a día de hoy parece imparable, y acaba desapareciendo, “nos iremos a otro sitio”.

Ocurre que en Twitter hay mucha “gente maja”, como suele decir un compañero de la radio. Ellos serían los que pagarían injustamente con la autodestrucción de esa red social, que nació hace más de una década, probablemente sin saber a qué límites podría llegar, para lo bueno y, sobre todo, para lo malo. Difamar o atacar a alguien en Twitter es muy sencillo. No necesitas poner tu nombre, ni tu foto, ni asociar tu identidad virtual a tu identidad real. Ese es uno de sus principales problemas. Los administradores han ido creando herramientas para poder denunciar, bloquear una determinada cuenta, o que puedas dejar de recibir mensajes de alguien sin que esa persona lo sepa. A estas alturas, no creo que descubra la pólvora si digo que con todo eso no basta. Es insuficiente. Y el ambiente del estercolero ya es insoportable.

Ya no entro en que esto sea una cuestión de educación, aunque esté de acuerdo. Debería de haber unos mínimos. Podríamos hacer la prueba, y que un personaje público con un alto número de seguidores, escribiera el siguiente ‘tuit’: ‘A’. A continuación, comprobaríamos las respuestas: “A, porque lo digas tú”. “Cómo se os ve el plumero a los (rellenar oficio, o empresa)”. “No decíais lo mismo cuando (rellenar personaje público) hizo (rellenar acción)”. “(Rellenar con atributo físico)”. O, directamente, un insulto o una amenaza. Cariño en estado puro, en definitiva.

Me dicen: “Puedes bloquear”, “puedes silenciar”, “puedes hacer listas”, “puedes elegir que sólo te escriba quien te sigue”. Pues es que a mí no me basta con eso. El problema no es el ruido, sino que el ruido no te deje escuchar otra cosa. Hemos llegado a un punto en el que cualquier cosa que digas en Twitter sobre fútbol (casualmente, mi modo de vida), sobre todo si tiene que ver con Real Madrid, Barça o Atlético, no digamos ya si es algo a lo que se le puede intuir un mínimo tinte ideológico, se convierte en una batalla campal. Son expresiones tan llenas de rencor, de odio, de prejuicio y sinrazón, que a veces dan miedo. Eso si no van acompañadas de amenazas.

A mí, por ejemplo, me acusan con frecuencia, de no querer debatir, de que no me gusta que me lleven la contraria. Tengo mi orgullo y mi ego, creo que como todo el mundo, pero basta con echarle un vistazo rápido a mi cuenta para saber que yo intento dialogar con casi todos, incluso con muchos que no se lo merecen, porque no tienen el mínimo interés en dialogar.  Es inútil. Al final, sólo habrá ruido.

Creo en la libertad de expresión (mal voy, si siendo periodista, no creo en eso),  en que cada uno tiene derecho a expresarse como quiera. Pero la educación y el respeto deberían de ser una exigencia mínima para cualquiera que quisiera decir cualquier cosa. Que no valga todo. Ni el anonimato debería de servir como escudo para soltar cualquier barbaridad sabiendo que no se pagará ninguna responsabilidad, ni se debería llegar hasta el punto de tener que denunciar un tuit a la Policía. Una simple opinión, expresada de forma normal, con la que se puede estar de acuerdo o no, subirá el nivel de los decibelios de forma exagerada, hasta que todo explote. Un comportamiento que, bien pensado, podría haber ocurrido (en otra época) en un bar de borrachos.

Imagen de cabecera: Cameron Spencer/Getty Images

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