Lloró a reventar. Como si las lágrimas fueran a repoblar el césped del Estadio Da Luz de Lisboa. Dio igual que los jugadores más veteranos, que Scolari, que su familia y amigos acudiesen a consolarle. El daño estaba hecho. Ahora solo quedaba buscar venganza.
‘Cristiano Ronaldo’ era por aquel entonces un nombre poco conocido para el público general. Recién fichado por el Manchester United, se presentó a todo el mundo en aquella Eurocopa de 2004. Mechas amarillas, pendiente en la oreja y con el número 17 a la espalda, era difícil que su desparpajo no te entrase por los ojos. Tenía una elasticidad tal que parecía que en cualquier momento podría quebrarse. Tenía 18 años, pero ya era titular con la selección portuguesa de Figo, Rui Costa y compañía. Probablemente la mejor generación lusa de la historia.
En aquella edición, Cristiano fue nombrado jugador revelación y fue uno de los principales artífices de que su país alcanzara la final. Sería ante Grecia, un rival aparentemente asequible pero que había llegado al último partido cargándose a Francia y a República Checa, además de ya haber ganado a la propia Portugal en fase de grupos. Los griegos lo volverían a hacer: tumbaron al anfitrión con un gol de Charisteas y conquistaron una Eurocopa increíble, histórica, que acababa con el sueño de toda una nación que no había visto tan cerca un título desde los tiempos de Eusebio.
Han pasado 12 años desde entonces. Cristiano, como Edmond Dantés, consiguió salir de una celda donde estaba destinado a morir. Comenzó a acumular méritos hasta convertirse en uno de los jugadores más laureados de la historia del fútbol. Ganó tres veces la Champions, conquistó tres balones y cuatro botas de oro, alcanzó 18 títulos y más de 100 distinciones individuales… pero sigue sin ganar un trofeo con su país. Al Conde de Montecristo le quema el dinero porque lo único que desea es venganza.
Pero en esos 12 años Portugal ha dado paso a una generación mucho más pobre e inferior que, eso sí, ha rozado finales que se han escapado por detalles pequeños e insignificantes. Hoy están en la final de la Eurocopa 2016 con tan solo dos testigos de 2004: el inmortal Ricardo Carvalho y el que algunos consideran el mejor jugador del mundo. Cristiano tiene ya 31 años, ya no es tan elástico ni tan hábil con la espada. Pero sigue siendo determinante. De forma directa o indirecta ha participado en casi todo lo bueno que ha hecho el combinado de Fernando Santos. Desde firmar dos goles ante Hungría hasta forzar el rechace que dio pie al gol de Quaresma frente a Croacia. De marcar el primer penalti en la tanda ante Polonia a hacer un golazo de cabeza y asistir a Nani en semifinales frente a Gales.
Busca venganza a base de alcanzar récords que parecían imposibles (marcar en cuatro Eurocopas, convertirse en el máximo goleador de la historia del torneo, superar a Figo en partidos internacionales) para devolver a su país a otra final. Por mucho que haya pasado más de una década, Ronaldo no olvida: “Espero que esta vez acabe con un sonrisa o en todo caso con lágrimas de alegría”.
Ahora los anfitriones son los de enfrente, precisamente la misma Francia donde se recrean las aventuras de Dantés. El enemigo es aquel que siempre que ha jugado un torneo en su hogar lo ha ganado. Arrasó con Islandia y venció a Alemania, máxima favorita. Las casas de apuestas doblan la victoria de los lusos a la de los galos y es que pocos creen que los de Deschamps caerán en casa, en París, en una final. Pero Cristiano lleva oliendo sangre mucho tiempo. Demasiado. Quiere esa Eurocopa que le arrebataron siendo un niño para dejar de ser atormentado y dejar de mirar atrás para siempre. Es ahora o nunca.