La Liga es ese deseo que crees inaccesible pero, de vez en cuando, eres capaz de alcanzar. Es la que ves durante todo el año, la que cada domingo te espera. La Liga es la rutina que te permite mantenerte alerta para lo demás. Lo demás es esa Liga de Campeones. El sueño eterno y, de momento, imposible. La Champions League es el deseo inmortal, el amor de una noche. Lo que llevar persiguiendo desde siempre, para siempre. El trofeo que te conformas con tocar una sola vez, no necesitas más, no quieres más. Y luego… Luego está ella. Todos reniegan porque la dicen la peor, la más débil, la que menos se disfruta. Pero en el Vicente Calderón y, ahora, en el Metropolitano, sí se la da valor. Porque a quién no le gusta irse de Copas… ¿Verdad?
La Copa del Rey significa mucho para la historia del Atlético. Es un título que gusta, que pone. Es obvio que, con el formato actual, cualquier aficionado tarda en entrar en calor con ella. Pero los rojiblancos guardan parte de sus historias pasadas o arañas dentro de este rinconcito que les brinda la tercera competición en discordia.
Porque un atlético jamás olvidará aquella noche del 92. El Santiago Bernabéu se teñía a mitad rojiblanco y el futuro más próximo estaba puesto en las botas de un portugués con el 10 de un señor canoso que lo era todo para la entidad. Aquel día se dio uno de los grandes discursos del club. Unas palabras que cualquier aficionado de bien del Atleti se sabrá al dedillo. «Lo que vale es que sois mejores y estoy hasta los huevos de perder en este campo. Lo que vale es que sois el Atlético de Madrid y hay 50.000 ahí fuera que van a morir por vosotros. Hay que morir por ellos, hay que salir al campo y decir que sólo hay un campeón y va de rojo y blanco». En ese encuentro se vivió un gol para el recuerdo, un zurdazo a la escuadra para el imaginario, una celebración para los restos. Ganaba el Atleti una final en el campo del eterno rival y lo hacía con la grandeza que se le presupone. Esas cosas que sólo pasan en la Copa.
20 años después se repetía la película. Pero sucedió con una gesta mucho mayor. Con un equipo incapaz de hacer frente a los de blanco en casi quince años. Con unos jugadores teóricamente inferiores y que lo pasaron realmente mal durante los 90 minutos y la prórroga. Pero esa Copa tenía reservada la mejor de las sonrisas para aquellos indios que volvieron a invadir tierra vikinga. Un cabezazo inesperado, un futbolista que apareció de la nada, un gol que gritó como un aficionado más el que cuatro lustros atrás marcaba ese antológico gol. Volvía a clavar pica rojiblanca en la Castellana y la Copa de nuevo era actriz principal.
Pero no siempre ha traído alegrías. Todos recordarán la final de 2010 ante el Sevilla en un Camp Nou hasta la bandera. Allí el Atleti sucumbió con dos zarpazos de los hispalenses. Perdió la opción de un doblete histórico (había ganado la Europa League una semana antes). Tiago, un recién llegado, echó a llorar y se enamoró para siempre de aquellos colores. Y no fue por perder. Fue por toda aquella gente alentando a sus jugadores con el partido ya finalizado, con el rival ya con su trofeo. De esas butacas no se movió ni un alma. Aquella noche se vivió una de las grandes declaraciones de amor de la historia del Atlético de Madrid. De los aficionados que son cuando ganan, pero que son más cuando pierden.
La Copa del Rey tiene estas pequeñas cosas. Historias con solera que pasarán de padres a hijos. Momentos guardados para siempre en los ojos y mente de todos aquellos que pudieron vivirlo. Porque si la Liga es tu amor del día a día y la Champions ese sueño inalcanzable… La Copa del Rey es esa noche de juerga con tus amigos. Quizás tiene menos valor sobre el papel, pero decidme… ¿no os iríais ahora a tomar unas copas? Hay que ser felices.
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