Hacía la bolsa con dos camisetas, un pantalón y ropa interior. Un neceser escueto y para nada complicado. Entre los trajes que adornaban su armario, de los múltiples viajes de concentración, con el que más seguro y cómodo se sentía era con el escudo del Barça en el corazón. Cerraba la puerta al salir de casa, como Sabina y su canción, dejando un sonido parecido al signo de interrogación. A su vuelta, victorioso o no, podías elegir entre esguince, hematoma, fractura, rotura o contractura que solía ser lo más habitual. Un total de hasta 38 lesiones diferentes le hicieron pasar por quirófano hasta seis veces en 13 años, más de 800 días alejado de los terrenos de juego, muchos de ellos, sin verano ni descanso, metalizado en volver más fuerte y preparado y es que ‘Puyi’, como los buenos amigos le conocían, nunca se rindió.
Lo hemos visto con máscara, escayola o muletas. Con una gasa en la cabeza o cabestrillo en el brazo, mareado y hasta casi enterrado y siempre se ha levantado. Carles nació ya con el pelo largo y dando órdenes. Él era quién levantaba a los suyos antes de irse a trabajar y el mismo que les arropaba cual fuera el resultado. Así se gesta un capitán desde la niñez. Sin miedo a la oscuridad ni nada que ocultar. Un ser transparente, cargado de entrega y pasión. Dedicó cuerpo y alma a defender el escudo que le alimentaba.
Te jugaba de lateral una final en Roma y no resultaba extraño. Hacía de portero cuando Valdés se aventuraba a salir y lo hacía antes de hora y sobre todo hacía de compañero veinticuatro horas al día. El hermano mayor del barcelonismo de aquella época, todos los que llegaron tuvieron un espejo donde mirar. Sus goles más recordados; Madrid y Alemania. En ambos, una fuerza sobrenatural venida desde atrás, sin frenos, descontrolada y descabellada, abría paso entre fronteras, barreras y murallas. En una era la confirmación del Barça que se avecinaba, con 6-2 en territorio hostil. En la otra, metía a España por primera vez en la final de un Mundial. Un hombre con agallas y demasiado corazón. París y Roma todos recuerdan a Puyol levantando la Copa de Europa pero aún más hace mella el gesto de capitán y gran persona, cediendo el honor del primer acercamiento a su compañero y amigo, Eric Abidal, tras conquistar la cuarta en Wembley.
Como al gran tiburón, tuvieron que pincharlo hasta 38 veces, para hacerle claudicar. Desde entonces, España y Barcelona no han encontrado semejante animal con tanta voracidad. Un guerrero que se levantó mil y una noches para defender a los suyos, evitar polémicas y ganar con el corazón. Una especie en extinción. Carles Puyol, el ángel de la guarda que vino a proteger al resto y se olvido de protegerse a él.