Uno de mis primeros recuerdos como seguidor del Barça es el partido que abría los actos del centenario del club, ante el Atlético de Madrid en el Camp Nou. Era un 28 de noviembre de 1998, pero podría haber sido cualquier otro día. Nunca hay que darle mucha importancia a una fecha, ni cuando se compra un yogurt.
Todo estaba preparado para perder, pero yo aún no lo sabía. Delante del televisor vi desde un desfile de 500 personas por el césped a un castillo de fuegos artificiales, para dejar paso a Juan Manuel Serrat, que interpretó el himno a capela ante un Camp Nou lleno y a oscuras. Las grandes derrotas hay que prepararlas bien, y esto Josep Lluís Nuñez lo sabía a la perfección. Que uno no acaba en la cárcel pasados los ochenta dejando cabos sueltos.
Del partido solo recuerdo la decepción final, cuando el árbitro pitó el final sin que nadie pudiera borrar el 0-1 del marcador. La catástrofe la firmó Jugovic con un certero penalti, un jugador del que nunca supe nada y que desde ese día jamás salió de mi cabeza. Aquél era un Barça extraño, con Louis Van Gaal en el banquillo, condenado por la prensa des del día en que se bajó del avión con un ejército de holandeses de dudosa calidad. Consciente de su destino, siempre llevaba una libreta en la que escribir sus últimas voluntades, entre las que dejó a Xavi y Puyol.
Ese día aprendí que los partidos especiales se juegan para perderlos, en una búsqueda casi filosófica del equilibrio vital. ¿Qué vida de mierda tendríamos si siempre ganáramos? ¿Sí contáramos los suspiros como golpes de felicidad?
Por eso estaba tranquilo ante el clásico del sábado en el Camp Nou, sabedor que la victoria era imposible. El rival era lo de menos. Ganó el Madrid como pudo haber ganado el Orihuela CF si le hubiesen dado la oportunidad de saltar al césped. Los homenajes se preparan al milímetro en los despachos y se estropean a lo grande sobre el pasto. Eso lo sabía Cruyff, que sonrió desde el Olimpo al ver que su revolución cambió el juego y mantuvo las más sagradas tradiciones.
Messi y compañía saben que el mejor homenaje es ganar títulos divirtiéndose, por eso ayer guardaron cualquier atisbo de sonrisa. Salir y disfrutar habría sido una falta de respeto. No era el día. Una fiesta nunca es completa sin un buen mareo al llegar a casa. Por eso dejaron a Joan Gaspart sentarse cerca de la silla del presidente, para asegurar la derrota. Porque no nos engañemos, las tradiciones hay que respetarlas para que sigan siendo tradiciones.
P.D: El año de Jugovic el Barça acabó ganando la Liga, la segunda consecutiva.