Te mira cómo te miraba Roberto Fabián Ayala. Es mejor no deberle dinero y os recomiendo que agachéis la cabeza si os lo cruzáis por la calle. Uno de esos tipos que copian hasta en los exámenes de caligrafía. De los que entran en un bar del lejano oeste y les ponen un Whisky doble sin tener que mediar palabra con el camarero. Un tipo realmente duro, de los que frecuentan locales en los que la única mano de pintura que han dado en muchos años es para tapar el contorno de un cuerpo pintado en el suelo con tiza blanca. Prende un cigarrillo y abre la cartera para hacer balance de recuerdos. Antros frecuentados por hombres que escapan de su vida: matrimonios quebrados y jardines de deudas. Callados, cuando el argentino cruza el umbral de la puerta; los clientes bajan la voz y le esquivan la mirada, sentados en una mesa con más botellas que vasos. Y en el bar, encontrará mujeres que en las vísperas de su escote le jurarán una noche de amor eterno. Ciento ochenta centímetros de eslora y un físico a prueba de una división de artillería. Con una de esas sonrisas que se huelen a diez años y un día. Su única preocupación es cómo borrar de su brazo el nombre tatuado del próximo delantero al que secar. Otorga una holgada vida de escasez a los nueves rivales, donde no caben los regalos. Se bebe la copa de un trago, sin tener que tragar saliva para paliar el mal gusto que deja el bourbon barato. Se detiene en una de las estampas que tan mal encajan en aquel cochambroso local, donde hay varias órdenes y capturas contra la felicidad. Aquellos ojos de zorro pertenecían al Dios de una ciudad, al hombre que resucitó a una defensa derrotada en el espíritu.
Las ilusiones de los estiletes contrarios se vuelven papel mojado. Ahogado más bien. En la guerra lo echarían por duro. Agresivo, pero no exento de nobleza. Si entras en una pelea, él se lleva un guantazo y tú una docena. Trabaja para el Valencia y no conoce más patrón. Una trampa, una emboscada con piernas. Una ametralladora Thompson en las manos de John Dillinger. El alma y el coraje que empuñan el resto de sus compañeros. La luz en una defensa aterida de miedo en los últimos años. Un tallo de Buenos Aires que incautó la tristeza de sus compañeros y el runrún del público de Mestalla que a las veces hacía de carcelero. Un jugador que ha hecho del esfuerzo su bandera. Limpia los ataques enemigos con la forma diligente y aséptica de un cirujano, como el que come sin mancharse la lengua. Tranquilo, sereno. Como el que guarda un póquer de ases en la mano. No hace prisioneros, con Otamendi no hay cuartel. Avezado en mil batallas, dejando tras de sí un reguero de víctimas a las que la autopsia se la tiene que hacer un experto en puzles. Extraño no verlo acudir a un balón divido con chances reales de salir victorioso.
Otamendi es absolutamente fiable. El mejor central que ha tenido el Valencia en muchos años. Casi imposible verlo superado, una roca. Nicolás te garantiza poder defender lejos del área. Su velocidad hace que su espalda sea un lugar difícilmente accesible. Un avión en el juego aéreo, tanto para defender como para atacar. Que es un central especial es tan obvio como que el agua moja. Me gustan los futbolistas como Nico y aún me gusta más verlo portando la casaca valencianista por Mestalla, el lugar en el que cada atacante rival es un perdedor y cada balón el orgullo de demostrarlo. Se ocupa de que nadie se pase de listo en las inmediaciones que domina Diego Alves. Rápido al corte, ejecuta pulcra y fríamente, sin adornos. Bravo y tenaz, capaz de golpearte con sus agallas. Con el devenir del partido sabes que es imposible vencerle. Un estilo limpio, directo, tan elegante que algunas veces tienes la sensación que te golpea de usted. Verlo en acción provoca tantas emociones como un cambio de peinado.
No le cabe la reputación en los bolsillos. Juega con un esguince en el tobillo si es necesario, un poco de agua milagrosa y a seguir con su misión. A los adversarios les falta frente para sudar y el miedo reduce tanto el tamaño de sus pelotas que tardan varias semanas en volver a localizarlas. Capaz de pedirle cuentas al mismísimo Capone. Lo mejor de todo es que su actual nivel de juego parece ser el suelo, no el techo. A sus 26 primaveras solo cabe esperar que siga mejorando. Hasta el partido copero frente al Rayo Vallecano en Mestalla, el bueno de Nico había jugado todos lo minutos de juego. Su única ausencia desató el caos en la retaguardia del equipo. ¿Casualidad? No, no lo creo y menos en un club como el Valencia.
Su abnegación por el grupo es encomiable, intachable en su cometido. Imponiéndose con esa contundencia que da añadir a la oratoria un tiro en la frente de cualquier rival. Nicolás apura su último trago, mientras las chicas del local buscan algún cliente al que confiar su dignidad. Él no hace caso, busca un lugar vacío en la barra, enciende un cigarrillo y desata su sonrisa sin la intención de hacer prisioneros.
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NOTA DEL AUTOR: El uso de varias metáforas que salen en este post están extraídas del blog http://lostiposdurosnoescribenblogs.blogspot.com.es/
Vivo en Tamarite de Litera, una pequeña localidad de Huesca. Actualmente estoy cursando cuarto curso de Derecho en la Universidad de Lleida.
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