Siempre he pensado que hay cosas inmutables. FC Barcelona y Real Madrid, por ejemplo, debían ser enemigos irreconciliables. Evidentemente, esa rivalidad tenía que poseer un componente bienintencionado: no hablo de colgar muñecos en un puente. Me refiero al clásico pique -esa palabra está de moda- y a las chanzas en la previa y en el post de un envite. El fútbol ha tenido esas cosas desde que es fútbol. Eso también está muriendo.
Azulgranas y merengues se han jurado amor eterno por crear una nueva competición que para casi todos es abyecta. Florentino Pérez y Joan Laporta quieren romper la Copa de Europa, el torneo que ha convertido a ambas entidades en dos referencias mundiales. El dinero, poderoso caballero, ha pasado por encima de la tradición.
La Superliga, pese al rechazo generalizado, sigue apareciendo en la estela pública cada poco tiempo. Cuando pensamos que el proyecto ha caído definitivamente vuelve a resurgir. Algunos nos sentimos como Sísifo: llegamos a lo alto de la colina para caer una vez más. Los dirigentes secesionistas no descansan: saben que las formas de 2020 no fueron las mejores. La fanfarronería de aquellos tiempos se ha transformado en la cordialidad de Bernd Reichart, que se pasea por los medios tratando de convencerse a sí mismo. Pocos le creen.
La sensación es que los creadores de este formato son amantes de otros deportes, pero que dominan poco de balompié. Ahora reclaman hacer un torneo con 80 equipos y con diferentes divisiones. ¿Mejoraría eso a la actual Champions? Claro que no. El problema es que los argumentos de FC Barcelona, Real Madrid y Juventus no son verdaderos. Aseguran que este formato aburre a los jóvenes, pero ellos quieren crear su competición para gestionar su propio dinero. Que no mientan. La UEFA, cabe reconocerlo, ha cometido tropelías que merecen un castigo, pero la solución no debería ser esa. Cargarse la Champions es un error.
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