Ousmane Dembélé es como un picotazo de mosquito, nunca mejor dicho. Escuece horrores, altera, incomoda. Los veranos se llenan de estas sensaciones. Los desencantos de las salidas no deseadas o las renovaciones en las que muchos depositan tanta poca fe son una plaga. Los aparatos insecticidas de poco sirven. Le pedimos al fútbol lealtad, porque los que realmente sienten los colores en este bando no negocian ni un ápice con ella. Es un contrato vitalicio. Si estás aquí, has venido a ser fiel. Esperamos besos en el escudo, golpes en el pecho. Vivimos a base de ilusión. Demandamos rendimiento, porque habitamos en la inmediatez. Lo tenemos todo a la carta. Las series de Netflix, las compras en Amazon Prime y la pelea de los supermercados para ver quién te llena la nevera con más rapidez. Todo desde el sofá, con el pitillo y el aire acondicionado encendidos. Autodestrucción. Al fútbol le demandamos lo mismo. Nos lo provoca el hype, que tiene el poder de hacerse veraz por sí solo. Cuatro tweets, tres vídeos, dos quotes y el jugador está más hinchado que un globo. La realidad, en muchas ocasiones, suele ser otra.
Dembélé está muy alejado de todo eso. Probablemente, a ojos de muchas opiniones, no ha dado ni la de cal ni la de arena. Porque la decisión del futuro del francés ha tenido un poco lo mismo que su rendimiento. Un elefante entrando en una cacharrería. Un romance que se sostiene con esas pinzas desgastadas por el sol; con las que tiendes por última vez ese calcetín con el riesgo de desparejar a su compañero. Una montaña rusa de constantes subidas y bajadas. De ilusión, de chispazos, de velocidad extrema, de lesiones, de decepciones, de hastío. A Ousmane se le reclama que salga de su crisálida, que dé ese paso de regularidad tan necesario para explotar y triunfar en su ciclo profesional.
Dembélé es también un incomprendido. Un verso libre que no sabe ni pretende seguir las reglas para encajar con la rima. Es la desfachatez en el terreno de juego; de perderla sin sentido, de enviarla a la escuadra de la manera más impensable y colorista. Es un caos que se embellece de manera repentina. Es desequilibrio, la reiteración de la sensación de peligro generando situaciones de finalización, un arranque en un semáforo pisando el acelerador sentado al volante de un Ferrari. Una aplastante superioridad cualitativa, con unas virtudes diferenciales que no abundan. Actor de la improvisación, de regate, de picotazos, de disparos envenenados y goles antológicos, que repentiza con qué pierna usar. No hay mente que le entienda, pero no hay mente que no pueda sentirse seducida por él durante, al menos, un instante. El fútbol, imprevisible, siempre tiene una enigmática página en blanco por escribir.
Imagen de cabecera: FC Barcelona