Los estados de ánimo son contagiosos. Cuando uno marca en un partido que se ha atascado, todo el equipo se viene arriba ante ese estímulo. Del mismo modo, el que anda dormido se espabila tras recibir una coz. Las emociones no son invisibles, ni las que se sienten de forma individual ni las que se padecen de manera colectiva. Se palpa del mismo modo en las gradas, con la euforia del festejo, la afonía de la garganta insaciable que no baja los brazos, o el enfado del que ya no confía. En el Barça, la tendencia negativa se ha transmitido en todas las partes. El miedo y la tristeza forman parte del modus operandi de un equipo que no es capaz de creer en sus superioridades, independientemente del rival. Siempre llueve sobre mojado.
Ante este lapso que se hace interminable y aunque algunos mejoran o lo intentan, el pánico sigue estando en el aire. Hasta los pilares más efectivos han caído. Ya sea por pasar por la enfermería o porque su rendimiento ha caído en picado. Frenkie de Jong, un futbolista sobre el que edificar un nuevo proyecto y con un sinfín de cualidades para alimentar la fluidez y la progresión, que nos acostumbró a su arte de aparecer desde segunda línea, no ha quedado exento del efecto dominó y ha terminado por estar ausente a todas las necesidades que recaen sobre él, observándole en un papel que interpreta encorsetado y de manera incómoda. Tampoco salió favorecido ter Stegen, un portero con alma de capitán y sobre el que era impensable encontrar haters, a pesar de que las piernas empezaran a temblarle más de la cuenta bajo palos. Todo es producto del contagio.
Quizá el Barça se encuentre en ese punto para darse la oportunidad de tratar de olvidar que el gol cuesta en exceso y que las dianas llegan al corazón con muy poco. A pesar de que el colmillo del Dinamo provocó el sobresalto y el pavor, los blaugranas lograron el objetivo de un partido que cobró más sentido del que se podría haber imaginado. Pudo recordar, por momentos, su superioridad cualitativa e imponerse en ambas áreas con el gol de Fati y el gran papel de ter Stegen. Algo que, de cierto modo, lleva en sí un poco de esperanza y justicia, porque tanto tiene de desafortunado ponerle una mochila de responsabilidad a las espaldas de Ansu como olvidar ciegamente quién es Marc-André y que la armadura de un guardameta está hecha de otra pasta.
Con la salida de Koeman y la pronta llegada de un entrenador que genera esperanza en una opinión mayoritaria, ya sea por confianza o romanticismo, el barcelonismo supo rebajar las tensiones de la exigencia y ser más tolerante con lo único que era necesario: la victoria. Nico volvió a poner encima de la mesa el gran argumento de su presencia. Busquets, que no deja de reivindicarse en circunstancias poco favorecedoras, volvió a ser Busquets una vez más. Además, el Barça recuperó un efectivo. Dembélé volvió a emerger con sus zancadas para romper con lo predecible, generar conducciones y reproducir aquello que sólo se origina en su mente. A pesar de ser reincidente en lesiones que le apartan mucho tiempo del terreno de juego, el francés sigue siendo un perfil que beneficia a este Barça, con una capacidad diferencial para crear sensación de peligro.
Salir indemne del Olímpico de Kiev cuando uno todavía se siente herido debería ser antídoto para empezar a sanar. La ilusión todavía queda muy lejos de la cicatriz. Sin embargo, este equipo necesita volver a estrechar lazos colectivos para contagiarse de un nuevo estado de ánimo. Después de conectar con la supervivencia, jugándose todo a una bala, una coyuntura donde tomar algo de aire y vislumbrar un nuevo recorrido de dominó. Cada partido de Champions es una batalla y cada encuentro de Liga una ocasión para plantearse cómo lanzar la primera pieza.
Imagen de cabecera: FC Barcelona