La de horas que le habrá mirado a la cara a la depresión. La de veces que habrá escuchado una voz interior pesimista y descorazonadora. La de mañanas y tardes levantando los pequeños sacos de kilo y medio que parecían muros de hormigón. La de agoreros que le decían que no volvería. La de cirujanos que entre pasillos comentaban que era su fin. Y después de 10 meses de masticar techo, lo rompió.
Ansu Fati ha vencido al talento, porque el talento es traicionero. Te engaña, te adula, te recrea y, en un alto porcentaje de casos, te derrota. Te lleva de la mano a la cima, donde hinca la rodilla para declararte amor eterno. Cuando inhalas se te hincha el pecho y te crees capaz de desclavarte de cualquier cruz, pero en las cúspides suele haber borrascas y ahí es donde el talento si te ha visto no se acuerda.
Lo de Ansu dicen muchos licenciados que ha sido un milagro, que donde la medicina decía fu él no podía decir fa. Su musculatura debiera volver con miedo, descompensada, atrofiada por el paso de un tiempo que parecía jugar contra las prisas. Su rodilla debiera evitar las fintas, los giros y las piruetas y optar por el pase fácil y la carrera recta en cadencia lenta, por si acaso.
Qué suerte tiene el Barcelona, el Camp Nou no tiene techo. De haberlo, la tesorería no estaba preparada para verlo romperse en los mil pedazos de gritos de Ansu al mundo. La lección de un joven obligado a entender la vida cuatro pasos duros por delante. La lección para aquellos que entendían que la orilla quedaba demasiado lejos, que no había razón para seguir nadando, que en el mar hay demasiados tiburones. La lección que precede a la lección, que el talento no te engañe, que el trabajo no te abandone, que ningún techo se interponga.
Imagen de cabecera: FC Barcelona