Acaban los Juegos Olímpicos de Tokio y con ellos un sinfín de emociones para el deporte femenino español, de nuevo protagonista por sus grandes historias de superación. En la cita más difícil y esperada, con cinco años que han sido eternos, nuestras deportistas han demostrado de nuevo estar a la altura, haciéndose notar y dejando un legado que debe ser recogido en el futuro por aquellas que ya de pequeñas sueñan ser como ellas.
Hablamos por ejemplo de Ana Peleteiro, la principal baza del atletismo femenino junto a María Pérez, aunque subir al podio iba a estar caro, muy caro. La gallega llegaba como la séptima en el ránking de World Athletics, con un sexto puesto en el último Mundial (afectada por problemas físicos y psicológicos) y con un palmarés todavía vacío de títulos importantes fuera de los torneos continentales. Nacida en Riveira, un pueblo de La Coruña, desde pequeña fue adoptada por los Peleteiro, aunque su madre biológica también era gallega. Nunca había sufrido un episodio de racismo hasta que aterrizó en Guadalajara. “En la gasolinera un señor me gritó: ¡Negra de mierda, vete a tu país!”,contó en una entrevista en El País. “A mucha gente le joderá que los dos medallistas de España ayer fuéramos negros”, dijo en El Mundo tras colgarse el bronce poco después de que su amigo Ray Zapata lograra la plata en gimnasia artística.
Sin pelos en la lengua, Peleteiro siempre ha defendido lo que ha considerado justo. Como en Doha, donde sufrió machismo en el hotel y no dudó en criticar a la IAAF por organizar un campeonato del mundo en un país donde este comportamiento está a la orden del día. “Resulta contradictorio que en el deporte se defienda tanto a la mujer y después se organice una competición en un país como Qatar”, dijo en plena competición. Las atletas fueron juzgadas por “llevar poca ropa” durante las competiciones, y en la calle captaba las miradas de todos los cataríes. Incluso uno le grabó en el hotel por llevar poca ropa. “No es una experiencia que vaya a repetir”, sentenció. Mucha gente le conocía por un programa de televisión o por sus bailes en Instagram o TikTok, donde cuenta con 227.000 seguidores. Ahora también por ser medallista en triple salto en unos Juegos Olímpicos.
Peleteiro sabe venderse y por eso se ha convertido en un fenómeno nacional. Su forma de entrar a pista, sus gestos, el no morderse la lengua. Explota al máximo su carisma, una cualidad imprescindible no solo para atraer fans, también para colocar un deporte minoritario en el centro del espectáculo. Un impacto parecido ha provocado la joven Adriana Cerezo. Desconocida para el público general, sólo hacía cuatro meses que se había proclamado campeona de Europa. Irrumpió con fuerza en el circuito sénior, hasta el punto de que la Federación se pensó poco llevarla al preolímpico, dejando fuera a figuras de la talla de Eva Calvo (vigente subcampeona olímpica). Allí volvió a arrasar y ganó un billete a Tokio, donde el objetivo no era otro que subir al podio. Allí la conocía el resto del mundo el primerísimo día de competición, arrasando a sus rivales y entrando al tatami con un flow insuperable. Su sonrisa en los prolegómenos de la final dan buena cuenta de la seguridad con la que afronta sus combates. Hay que recordar que logra contener los nervios gracias a técnicas de meditación. Perdió el oro a falta de escasos segundos, algo que le causó mucha frustración en el momento, pero que con el tiempo ha empezado a valorar.
Se necesitan referentes como Cerezo, con un grandísimo futuro por delante. Pero las heroínas de verdad en Tokio tienen 20 años o más que ella. Es el caso de Teresa Portela, que con 39 ha ganado una plata que se le había resistido en las cinco ediciones anteriores. Había ganado cuatro diplomas olímpicos, con puestos del cuarto al sexto. En Londres se quedó a sólo 128 milésimas del bronce. En el siguiente ciclo olímpico fue madre, aunque durante el embarazo solo estuvo 30 días sin montar en piragua. Volvió para firmar un gran preolímpico y poder estar en Río, donde volvió a quedarse a las puertas. A la quinta cualquiera podría haberse rendido, más si cabe en una prueba, los 200 metros, que muchas de sus rivales dejan a su edad por la tremenda exigencia de velocidad. “Estoy contenta de haber trabajado y no haber tirado la toalla. El haber luchado y haber resistido me hace sentir más orgullosa. He peleado mucho esta medalla”, decía la de Cangas de Morrazo, la mayor demostración de que si lo intentas muchas veces quizá algún día consigas el objetivo por el que has peleado toda tu vida.
Su compañera en aguas bravas, también madre y también veterana (38 años), Maialen Chourraut, llegaba a Tokio con la tranquilidad de haber ganado un bronce en Londres y un oro en Río. No había nada que exigir, mucho menos después de un ciclo olímpico devastador, donde tuvo que superar mareos (fue diagnosticada con vértigo posicional benigno) y una fractura en las costillas. Consiguió el billete para tierras niponas más por orgullo que por otra cosa. Las expectativas no eran altas, su nombre no figuraba entre las favoritas y cuando le preguntaban por un objetivo, respondía: “Vengo a jugar, no tengo nada que perder”. Se proclamó subcampeona olímpica convirtiéndose de nuevo en un ejemplo absoluto, de ambición por seguir conquistando metales pero también como destructora de fantasmas, de acabar con la ansiedad que le producía un oro que se había convertido en una obsesión.
Dos años antes que ella nació Sandra Sánchez (1981), seguramente la única integrante de toda la delegación española que llegaba a Tokio con la firme convicción de ganar el oro. Lo sabían sus rivales, lo sabíamos nosotros y lo sabía ella misma, aunque con Sandra nunca hay que confundir la confianza con la soberbia. La talaverana es el mayor ejemplo de la autoexigencia, una capacidad excepcional para mantener el hambre de títulos, de querer siempre mejorar a pesar de brillar en un kata sí y en otro también. Después de ganar una vez más, con una perfección que ninguna rival consigue alcanzar, ella se retira a pensar cómo puede pulir detalles para el siguiente torneo. Es su mayor virtud, pero lo que provoca mayor inspiración es haber llegado tan lejos en tan poco tiempo. Le llegó la oportunidad tarde (no fue internacional hasta los 33 años), pero cuando la agarró ya no la soltó jamás. Se convirtió en la mejor de la historia, y hace unos días en campeona olímpica. “Luchad por lo que queráis, que nadie os ponga límites”, dice siempre orgullosa.
Había muchas esperanzas en los equipos en Tokio. Desde las guerreras, que cayeron eliminadas en fase de grupos, hasta las Redsticks, que plantaron cara a toda una Inglaterra y solo sucumbieron en el shoot out. El baloncesto femenino español, subcampeón en Río, no pudo repetir éxito pese al gran nivel mostrado durante todo el torneo por un mal cruce ante Francia en cuartos. Llegó a ir perdiendo de 14 y acabó rozando la victoria, pero en Twitter les cayó una avalancha de críticas (no todas constructivas) que afectaron a figuras como Laura Gil, que tuvo que pedir perdón, pero sobre todo respeto. Por encima de todas ellas sobresalió el equipo de waterpolo, que volvió a colgarse una plata tras la conseguida en Londres, y que se llevó una dolorosa derrota frente a Estados Unidos en una final con sabor amargo. El golpe fue duro, porque por primera vez las mujeres de Miki Oca se veían con credenciales para discutirle el trono a las mejores del mundo. Las lágrimas de Laura Ester dejaban claro el sentir de un equipo que esta vez creía que podía acabar con una hegemonía de un país acostumbrado a dominar cada disciplina y a destrozar el medallero. España tiene un largo camino por delante si quiere equiparse no a las grandes potencias, pero sí a países europeos cuya estructura empieza a darnos envidia.
Lo que está claro es que estos Juegos nos han hecho mirar más allá del podio. En las dos últimas ediciones el deporte femenino español cosechó más metales que el masculino, dejando claro que había roto barreras y prejuicios para siempre. Esta vez solo se han ganado seis (siete si contamos la del equipo mixto de tiro, con una Fátima Gálvez que consiguió por fin la única gran medalla que le faltaba), pero lo que hay detrás de cada presea dice mucho más que la simple imagen de su conquista. Lo mismo pasa con el pundonor de Mireia Belmonte, mermadísima tras un ciclo olímpico terrible y capaz incluso de pelear por una medalla. O de Ona Carbonell, llevándose diploma tras una recuperación exprés sacrificando mucho con su hijo recién nacido. O Lydia Valentín, cambiando de peso para estar en los Juegos y marcharse en plena final prometiendo volver en tres años. O María Pérez, feliz pese a quedarse a las puertas del bronce en 20km marcha, sabiendo que había sido capaz de competir contra los mejores en un escenario que en otro tiempo le habría pasado factura. O Paula Badosa, que iba lanzada hacia la medalla y una insolación fatal la dejó fuera de combate. Todas merecen reconocimiento, con o sin metal, con o sin diploma. Porque siembran lo que algún día unas niñas recogerán.
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Alicante, 1991. Mi madre siempre me decía: "No sé por qué lloras por el fútbol, sino te da de comer". Desde entonces lucho por ser periodista deportivo, para vivir de mis pasiones (y llevarle un poco la contraria).
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