‘Guerrero, nunca dejes de luchar, porque el fracaso está en abandonar’. Podría ser una de las frases de Russell Crowe en la oscarizada Gladiator. Podría ser la introducción al Arte de la Guerra de Sun Tzu o podría ser una de las aclamadas citas célebres de Winston Churchill que se recuerdan siempre en el tiempo. En cambio, es la frase que tiene tatuada con tinta Ángel Correa en el gemelo. “Va con mi personalidad, soy un poco así”, dice cuando le preguntan por el significado de una seña de identidad que se dejó marcada en su época juvenil.
De pequeño le sacaron del conflictivo barrio de Las Flores, en Rosario, para que pudiera tener una vida mejor: el fútbol. Allí dejó amigos asesinados por las balas perdidas de los clanes de la droga. Allí quedó también el alma de su padre, que falleció cuando él era un crío, y de su hermano mayor, que se marchó dos años después. Ángel era un niño al que nunca compraron un juguete y que ya cuidaba a toda su familia (10 hermanos) con el pequeño sueldo que le daban desde los 10 años por jugar al fútbol. Eso, el balón, le hacía feliz. Por eso, a los que conocen su historia se les rompió el alma cuando vieron cómo abandonaba el césped del Villamarín, puro llanto, desolado por haberse dejado dos puntos y haber podido sellar él mismo la victoria con dos ocasiones seguidas en las instancias finales. Seguro que, si no se hubiera dejado la vida en los 90 minutos anteriores, habría podido llegar más fresco para embocar al menos una en la portería de las dos que tuvo en el descuento.
Y ahí acudió Simeone, al abrazo de los suyos. De quizás, el jugador más suyo que hay en su plantilla. Porque Ángel Correa, cuerpo lleno de tinta, lleva tatuado a fuego en sus principios casi todos los preceptos del mantra de Simeone: a morir, los míos mueren; el que no crea que no venga, el esfuerzo no se negocia; nunca dejes de creer; si se cree y se trabaja, se puede; el trabajo paga. Y Correa, todo corazón, bondad y nobleza, vio cómo se convertía en el punching ball de este vertedero que son hoy las redes sociales, cuna de malcriados y acosadores que utilizan la sombra detrás del monitor para insultar, amenazar y vejar a todo tipo de personas. Curiosamente, en este caso, se hacen llamar aficionados del Atlético. Y Correa, a quien la Primera Comunión se la dio el mismísimo Papa, bendito por siempre, no quiso ponerse a su altura e hizo oídos sordos para darle la vuelta a la situación. Dolido, tuvo que desactivar todo tipo de notificaciones para solo pensar en el partido contra el Eibar.
¿Y qué le iban a enseñar (cuatro matones de internet) de la vida a un chico que ha visto la muerte tan de cerca? Ángel, que con 18 años llegó a Madrid solo, le encontraron un problema de corazón y tuvo que sufrir una operación a corazón abierto. “Los médicos me mintieron para que me operara y no me dijeron lo grave que era”. Ángel, que con 10 años ya había perdido a sus dos referentes, su padre y su hermano mayor, y que hace solo unos pocos años tuvo que lidiar con el suicidio de otro de sus hermanos cuando aún era menor de edad. “El fútbol es lo único que me ayuda a olvidar las pérdidas que tuve”. Ángel, que en mitad de la pandemia vio cómo su madre, esa que rechazaba comer para que sus hijos se alimentaran con lo poco que tenían en malos años, tenía que luchar contra un cáncer.
“Nunca lo he dicho. Pero yo amo a este club. Amo a este club porque le debo la vida. Le debo la vida porque confiaron en mí cuando me operaron del corazón. Así que le voy a estar eternamente agradecido”, tiraba el argentino, habitualmente tímido en los micrófonos, pero siempre descarado cuando el balón está por medio.
Porque gol de pillo y gol de puro potrero, Ángel Correa saludó a todos con la mano y mandó besitos en el partido contra el Eibar, ese que significó que al fin el Atlético cortara una mala racha y asestara una goleada necesaria de cara a lo que viene. Siete finales que se jugarán partido a partido. Siete partidos a vida o muerte, ahí donde Ángel siempre sale victorioso. Uno aprovechando un balón en el área pequeña y otro sacando a bailar a su defensa con una pisadita de fútbol sala. En un partido atascadísimo, Correa solucionó la papeleta al borde del descanso y sentenció un poco más tarde, asistiendo a Llorente para hacer el cuarto antes de irse a la ducha a descansar para lo que viene, porque será fundamental.
Y será fundamental porque, dicen las estadísticas, que solo Messi y Oyarzábal, en toda la Liga, han dado más asistencias que él en las dos últimas temporadas (y eso que el rojiblanco no saca el balón parado). Ni Kroos, ni Benzema, ni Aspas, ni Modric, ni Navas. Un argentino de Rosario. Y será fundamental porque, dicen las estadísticas, que con 10 pases de gol, es el máximo asistente rojiblanco de esta temporada. Y será fundamental porque, dicen las estadísticas, que no hay ningún jugador del equipo que haya creado, para sus compañeros, más ocasiones claras de gol que él. Y será fundamental porque, en algo menos de seis temporadas que lleva en el club, ha generado, entre goles y asistencias, una media de 15 por campaña. Nada mal teniendo en cuenta que es un jugador que vivió sus primeros cursos como revulsivo y que siempre ha estado más en la banda que en su demarcación original, donde realmente hace daño. Y será fundamental porque siempre está preparado para la batalla. Nunca, en seis temporadas, se ha perdido un solo partido por lesión, más allá de aquel duelo ante el Leipzig en Lisboa donde se quedó fuera por haber dado positivo por Coronavirus.
Quizás, Correa lleva en la sangre aquello de ser golpeado y levantarse. Su padre, que había sido boxeador de joven, le pudo haber transmitido algo de aquello. De ser arrinconado y escaparse. De besar la lona y ponerse en pie para ganar, a veces con un KO, otras a los puntos. De aguantar un round más hasta que suene le campana. Los golpes de la vida. Ángel Correa, a quien le han propuesto una y mil veces escribir su historia e impregnarla en un libro, sigue escribiendo capítulos apasionantes. Episodios de superación. Quizás, en uno de ellos, acabe contando cómo ganó una Liga para el Atleti. Jamás lo hará. Él, humilde, a quien se le recalcan los errores y no se le reconocen los aciertos, nunca se pone por delante del equipo. Ha jugado cinco años fuera de su posición por el simple hecho de que todos los que han fichado no han sido mejores que él y porque en la suya original estaba un francés que peleaba Balones de Oro. Y nunca ha puesto una mala voz, nunca ha tenido una queja. Siempre ha sido un ‘yo’ en las derrotas y un ‘nosotros’ en las victorias.
Él, el chico que la AFA tenía en 2015 como el único proyecto real de suplir a Messi en la absoluta, ese considerado como uno de los mejores jugadores jóvenes del mundo, quizás hipotecó su futuro internacional, desoyendo ofertas de Liverpool y Manchester City cuando ya era rojiblanco, para escribir su historia en rojiblanco acoplándose a una plantilla en la que compartía posición con Griezmann. Ángel, que si esto fuera cine y no fútbol, sería candidato cada año por los paladares más selectos a Mejor Actor Secundario. Correa, siempre bajo el paraguas de los que quisieron que fuera el nuevo Agüero, ha terminado siendo un jugador de equipo más que una estrella de nombre (como se le intuía a los 20 años), porque ha preferido ser el chico para todo de Simeone por encima de todas las cosas. “¿Enamorado?”, le preguntaron en los micrófonos de El Transistor hace unos meses. “Enamorado de mi hija, de mi familia… y del Atleti”.
Imagen de cabecera: Óscar J. Barroso / Imago Images
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