Tanta importancia tenía Diego Armando Maradona que esta y la mayoría de las crónicas y análisis tendrán su nombre impregnado entre sus párrafos. Que la UEFA, sin cintura para los minutos de silencio, no dudara en quedarse muda un minuto ya dice mucho. Incluso los que no le conocemos personalmente, acostumbrados a recitar aquella narración de uno de sus goles ante Inglaterra casi como el inicio de los versos de la obra más emblemática de don Miguel de Cervantes, nos rasgamos las vestiduras por perder a un referente que no es para nada perfecto. Nos dimos cuenta con el Pelusa: los dioses se equivocaban, pero el fútbol no puede detenerse. Ya lo dijo él mismo: “La pelota nunca se mancha”.
El Real Madrid necesitaba once iconoclastas en el Giuseppe Meazza. No era momento para los despistes y las marchas fúnebres si no querían llamar a filas de nuevo a sus fantasmas en una fase de la competición donde se permiten los fallos. Hasta cierto punto. Su situación, recuerden, seguía siendo preocupante. Y las bajas llamaban al aficionado merengue a ser agorero: faltaban Sergio Ramos, Casemiro -por decisión técnica en el banquillo- y Benzema. No parecía un buen día para visitar al Inter.
Los blancos tenían claro su plan inicial de juego: mucho balón y menos esfuerzo en la presión. Era necesario que el cuadro español no se volviera loco, al contrario de la ida. Este calendario pandémico solo ha hecho que aumentar la enajenación por las posibles lesiones. Los futbolistas viajan sin descanso de un lado al otro; un día con su selección y seis con la entidad que le paga. Así es imposible. Ya no solo se rota para los encuentros: el ritmo muta dependiendo del contexto. No se iba a ver lo que se vivió en Valdebebas en la pasada jornada de Champions League. Las piernas, por mucho que el corazón y el cerebro se confabulen para galopar, a veces también fallan.
El gol llegó con puntualidad. Anduvo Nacho pícaro, casi granuja, y provocó un penalti que marcó el guion del duelo. Eden Hazard le ganó la batalla a Handanovic. Los blancos estaban en su salsa. Los italianos, por su parte, no quisieron volverse locos. Esta vez estaba Romelu Lukaku, que acabó desesperado por el marcaje de Nacho. La noche fue una pesadilla para el belga: su equipo no le encontraba y casi nunca pudo recibir; ni de espaldas ni de cara a portería. Los de Zinedine Zidane, con el 4-4-1-1 que suele implementar cuando sobre todo falta Casemiro, eran un Gatsby con Daisy Buchanan entre sus brazos: una oda a la alegría. Con Toni Kroos y el sempiterno Luka Modric escondiéndola, levantar su copa era más sencillo.
El envite acabó de definirse con la majadería de Arturo Vidal. Hizo un partido muy suyo: trabajó, robó y perdió muchos balones. Corrió detrás de todo el mundo y acabó de evaporar las esperanzas de su conjunto con una expulsión discutible. Protestó más de la cuenta y se llevó dos amarillas de regalo. La continuidad de su conjunto en la máxima competición continental se evapora. El Inter, buscando el milagro, mutó su 5-3-2 por un 4-4-1 que acababa con el extremo derecho, Achraf, como ayudante de Lukaku. No iba a salir bien. Los madrileños se encomendaron, esta vez sí, a un gran trabajo coral de toda la defensa y a un espasmo de talento de Lucas Vázquez. Cuando recibió dentro del área pocos creyeron en él: el gallego paró el tiempo y le envolvió una pelota a Rodrygo que solo la tuvo que empujar. Buen regalo para un brasileño que, pese a sus suplencias, suele responder con brío.
Todos esos temores de un inicio funesto, con la clasificación en el aire, los ha disipado el Madrid con sencillez. El día que más fácil se podía encomendar uno a historias pretéritas de héroes, la plantilla blanca se aupó sin ningún futbolista de su columna vertebral. No era una tarea baladí. El trabajo no está completado, pero en un abrir y cerrar de ojos han transformado la inquietud en la paz más absoluta.
Imagen de cabecera: MIGUEL MEDINA/AFP via Getty Images