Ferenc Puskas es magia. Es magia porque proviene de una era en la que las grabaciones eran malas y cuando faltan cámaras para atestiguar lo que acontece surgen los mitos. Los señores del codo en la barra y cerveza en la mano. Los que explican que ellos vieron a Puskas hacer cosas impresionantes, de otro mundo, y nosotros nos lo creemos porque sí, porque preferimos dibujar en nuestra cabeza jugadas a que nos las enseñen. Aun así, lo poco que se puede ver del húngaro en los vídeos muestra a un futbolista muy especial. Aunque queramos seguir escuchando narraciones de nuestros abuelos.
Se lo tendrían que comentar a los ingleses a ver qué les parece. En la década de los 50 era complejo conocer a futbolistas y selecciones más allá de tus propias fronteras. Los creadores del fútbol recibieron a Hungría con ese halo de superioridad de aquellos tiempos, casi de desprecio. El golpe fue durísimo. Inglaterra, en el partido del siglo, cayó 3-6 en Wembley en una demostración de fútbol total. Quizás no eran los mejores. Puskas, estandarte de aquella selección, decidió quedarse en Occidente tras un choque de su Honved, años más tarde. Los tanques soviéticos arrasaban su ciudad y él no quería volver. Tocaba darse una vuelta por Europa, cual hechicero, para convencer a un conjunto para que le firmara.
Fue el Real Madrid el que le contrató, pese a las dudas sobre su peso. Los blancos ya habían ganado tres Copas de Europa consecutivas y se preguntaban si era un fichaje necesario para una delantera que ya tenía a Kopa, Rial, Di Stéfano y Gento. Vaya si lo necesitaban. En Chamartín no tardaron en apodarle ‘Cañoncito pum’, por su facilidad con el gol. Él no cavilaba, no paraba el tiempo dentro del área. Solo ejecutaba. Su zurda aunaba fuerza y precisión y los porteros españoles lo notaron desde el primer día. No necesitaba adaptación. Puskas jugó 262 partidos oficiales en los que anotó 242 goles y en los que ganó tres Copas de Europa, una Copa Intercontinental, cinco Ligas y una Copa de España. Pero, sobre todo, alimentó la imaginación de las generaciones que tenían que creerse a sus mayores. Había valido la pena fichar al gordito. El húngaro era muy bueno.
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