Era
mayo del año 2000. Parecía una tarde cualquiera de domingo cuando un chaval de
17 años salió al verde del Vicente Calderón. Cuatro días después, en el Carlos
Belmonte, repitió la empresa con la necesidad imperiosa de que el equipo
marcara un gol. No era mayor de edad y ya se le estaban poniendo exigencias.
Aquel crío imberbe y pecoso, espigado, rápido y escurridizo cumplió con su
cometido, cabeceó a gol las ilusiones de una afición que soñaba por recuperar
un Atlético de Madrid que creía perdido.
17 años
después, Fernando Torres dice adiós al equipo de su vida. Al equipo de la mía.
404 partidos y 129 goles después, El Niño no volverá a vestir la camiseta
rojiblanca. Lo ha hecho marcando un doblete en el Metropolitano, portando el
brazalete de capitán y regalando un discurso que todos llevamos dentro pero que
no todos sabemos expresar. Todo ello en un baño de lágrimas del que no se ha
librado nadie, ni siquiera los tipos duros, llorando como lloran los niños.
Cierro
los ojos y veo a mi yo de ocho años justo antes de ir a dormir. Forzando mi
mente para poder meter entre mis sueños noche tras noche que soy el delantero
del Atleti. Ese que es la estrella del equipo, ese que marca el gol decisivo
cuando todo parece torcerse, ese que es la persona más feliz del mundo. Sin
siquiera saberlo, de pequeños, todos soñábamos ser Fernando Torres, incluso los
más mayores, los que no llegaron a conocerle por una simple cuestión temporal o
los que ya no soñaban con ello.
Torres
representa todos y cada uno de los valores del Atleti, es el aficionado hecho
futbolista y ojalá su adiós sobre el campo acabe derivando en un futuro no muy
lejano de una manera o de otra representándonos desde el palco. Siempre pensé que
Fernando sería eterno, que era una prolongación del escudo, que ya iba en el
ADN del Atleti. Quizás por eso nunca sentí la necesidad de serigrafiar mi
camiseta con su nombre. Por mi espalda pasaron Kezman, Nikolaidis o el Petete
Correa, pero nunca Torres. Él siempre estaría y quizás, la oportunidad de tener
unas zamarras con los nombres del balcánico y el griego fuera única. Porque a
Fernando Torres no hace falta llevarle en la espalda cuando ya lo llevas
implícito en el escudo. Es como las siete estrellas, las ocho rayas (aunque
ahora nos dicen que es una menos) y el oso y el madroño. Fernando Torres es
Atlético de Madrid.
Puede
que ese niño que se quedó con aquel apelativo porque los mayores no sabían su
nombre cuando entrenaba con el primer equipo no haya sido el mejor jugador que
haya pasado por el Atleti. No el más talentoso y tampoco el máximo goleador.
Pero sí el que mejor representa el Atlético, aquel que ha tenido un nivel de
estrella Mundial y ha preferido hundirse en la parte baja de la tabla antes que
volar. Dice Fernando que “gracias por tanto y perdón por tan poco”, cuando
debería ser al revés. Porque esta sociedad le exigió en los peores años de su vida,
cuando apenas tenía 19 años, que portara la capitanía de un club centenario,
que llevara todo el peso del equipo con la tercera mayor masa social del país y
que condujera una nave que no tenía siquiera mimbres para navegar.
Y
Fernando, tras tripular más de un bote salvavidas, viendo que él no podría
llevar a buen puerto la situación, prefirió echarse a un lado. Y entonces nos
hicimos un poco del Liverpool. Y más tarde del Chelsea. Hubo alguno que incluso
se vistió de rossonero. Y cantamos aquel gol de la Eurocopa casi más porque lo
habías marcado tú que porque hubiera ganado nuestro país. Y sentimos aquel
premio al Tercer Mejor Jugador del Mundo como nuestro. Porque eras tú el chico
tímido que se quedaba a firmar autógrafos más de una hora después de cada
entrenamiento. “Es parte de mi trabajo, aunque no lo ponga en el contrato”. Eras
tú el único de tu clase con la camiseta del Atleti, como nos pasaba a todos y
cada uno de nosotros.
Y
porque más allá de sentimentalismos, de palabras y de emociones, Fernando
Torres es un gol en el Fondo Sur tras un control a pase de Galletti; Fernando
Torres es galopada larga en el Camp Nou tras un taconazo de Ibagaza; Fernando
Torres es la vaselina con el exterior en el descuento de Son Moix; Fernando
Torres es un vuelo sin motor en el Villamarín; Fernando Torres es un regate a
Naybet por el que el marroquí aún le sigue buscando; Fernando Torres es un
doblete nada más volver al Bernabéu; Fernando Torres es cogerse las rayas rojas
y blancas de su camiseta con el Liverpool; Fernando Torres es la zancada por
delante de Lahm y el gol que nos hizo campeones de Europa; Fernando Torres es
un doblete en casa contra el Villarreal para remontar un partido el día que
volvía de una lesión y estrenaba botas naranjas. Fernando Torres es un gol de
chilena al Celta de Vigo, un doblete en la despedida del Vicente Calderón, y
otros tantos en su adiós como futbolista del equipo de su vida. Fernando Torres
es el jugador capaz de ganarlo todo en su carrera deportiva y sentir que el
mejor título es el que ganó aquí, aunque sea el menor en comparación al pedigrí
que tengan otros.
Porque
sí Fernando, no existe persona mejor que tú para haber llevado la bandera y el
escudo del Atleti por todo el mundo, incluso cuando no te merecíamos y no
tenías por qué. Porque eres el orgullo de miles de personas que tienen en ti el
padre, hijo o hermano soñado. Porque nos une una gran familia y un sentimiento
que otros no pueden entender. Porque tus lágrimas eran las mías. Fernando,
gracias por tanto y perdón por tan poco.
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