Visionado una y mil veces el partido, no puedo dejar de imaginarme la charla de Miguel Muñoz momentos antes del estreno en el Mundial ´86. «Señores, jugamos contra Brasil. Es la tricampeona del mundo, sí, pero nosotros tenemos a Salinas, el Garrincha ibérico». Silencio, cri, cri. Miradas de soslayo, vacilantes, arqueo de cejas, fruncimiento de ceños, desorientación de los veintidós futbolistas por alrededor de un minuto. «Pero don Miguel, ¿qué quiere usted decir?», daría un paso adelante el capitán Camacho más por presión que por voluntad. «Pues que vamos a intentar robar el balón como sea y luego se lo mandaremos a Julio, largo, a la izquierda. Y digo como sea. Esa es la consigna».
Si no fue así la literalidad, poco tuvo que faltar. Viendo el transcurso del partido, o el fondo de la charla fue ese o los jugadores improvisaron al unísono un pésimo guión con envidiable maestría.
Fuera lo que fuese lo que se dijera en el vestuario minutos antes de salir, lo cierto es que de entrada ya ganábamos por goleada en cobardía. Miguel Muñoz lo hubiese definido como respeto, pero solo sería una manera de camuflar la evidencia. Esa selección española salió atemorizada. Y no era justo presentarse así, ni para sus integrantes, ni para el rival, ni para el espectador.
Y el entrenador tenía razón, oigan, que ellos eran Brasil y nosotros la eterna decepción, España. Al menos sobre el papel la tenía. Y el papel pesa mucho más de lo que aparenta. Vale que casi quedamos fuera contra la débil Islandia en la última jornada del grupo, pero había ciertos detalles que no deberían haberse obviado antes de pisar el césped de Guadalajara. Menudencias que hacen pensar que un combinado como aquel español podía tratar de jugar al fútbol, y de hacerlo contra cualquiera.
Lejos de creernos subcampeones de Europa, es justo decir que el grueso de jugadores convocados por España eran del Real Madrid, el FC Barcelona y el Atlético de Madrid. De los titulares habituales, e inamovibles conociendo la filosofía del técnico, todos excepto Zubizarreta, Goicoetxea y Salinas. ¿Y qué había pasado con estos tres clubes en la temporada que dio fin en 1986? Pues que habían salido campeón de UEFA, y subcampeones de Copa de Europa y Recopa respectivamente. Pero un momento… ¡Demonios!, que es real, que España llegaba a México como subcampeona de Europa en Francia ´84. Éxitos aparte, afinando más el enfoque, Butragueño era una estrella internacional incluso a ojos del más retrógrado. Aun así, para Muñoz Brasil era Brasil y la estrategia era que Julio Salina sacase algo en banda de los balones largos de sus compañeros. Que explotase su mejor virtud, el regate lejos de la portería.
Del otro lado, la del Mundial de España era la mejor hornada de jugadores brasileños desde 1970, de eso cabe poca duda. Pero habían pasado cuatro años, que a veces no son nada y otras lo son todo. En la Brasil del ´82 el grupo jugaba con Zico y entorno a él. Era un centro del campo extremadamente creativo ideado para dominar a cualquier oponente, donde el diez se encargaría de hacer efectiva cerca del área la delicada y efectiva labor del rombo. En el presente Zico tenía 33 primaveras y medio verano, Falcao 32 años, Sócrates 31 y Toninho Cerezo se situaba a cientos de kilómetros al sur, lejos del país azteca. Por ello, todos excepto Sócrates eran suplentes en el equipo de Tele Santana.
El 4-4-2 en rombo era similar, pero el Doctor era ahora el mediapunta y se movía a su antojo por todo el ancho de campo. Haciéndolo genial, como era él, ni de lejos el plan pasaba por ser el mismo que años atrás. A diferencia de lo que pasase con el Pelé blanco, en esta ocasión sus acompañantes estaban ahí jugando por y para Sócrates, no con él como pieza equitativa. La calidad había disminuido radicalmente con Junior, Alemao y Celso, y sólo Careca arriba daba ese plus de compensación que hacía a Brasil una selección realmente peligrosa.
Pero Miguel Muñoz falseó con su mensaje. Dijo a los suyos que venía Brasil, la tricampeona, tierra de Pelé y Zico, olimpo del balón, sin más. Y el efecto que les produjo fue el de una profunda intimidación.
El inenarrable partido
Sonaron los himnos. Rezos brasileños, reivindicación típica en la bandana socrática, flatulencias en el lado derecho, el español. ¿Dónde están Zico y Falcao?, se decían unos a otros con la mirada sobre las camisas rojas. Pues en el banquillo, haciendo más labor mental y moral que deportiva. Solo un español pasaba de todo aquello. Alguien en sí mismo. «Sal a bailar, inténtalo, no es para tanto, tú sabes lo que eres, baila, disfruta» se repetía Emilio Butragueño entre rápidos movimientos de impaciencia en su tren inferior.
¡Piiii!, chufló Bambridge, a quien nadie conocía por su vaga trayectoria y que ningún español querría olvidar después. Aunque poco tuviese que ver él en el verdadero problema: la propuesta, el juego.
Eran las doce del mediodía, con un sol de justicia y menos oxígeno que en el fondo de un pozo, pero eso no podía ser una pachanga. O no debía. Momentos después del pitido inicial se vieron a diez hombres de rojo refugiados en la mitad de la mitad del campo. Seguramente eso tuviese más que ver con la falta de oxígeno que la propia altitud. Efectivamente, los pupilos de Miguel Muñoz aceptaron sus indicaciones a pie juntillas. El » Y digo como sea», salió de sobresaliente. Camacho no jugaba de nada, porque era el parásito de Sócrates y si el balón pasaba por su lado saltaba sobre él como si estuviese en llamas. Pero el capitán sabía su labor, entendía el recuperar el balón como sea. La recibía Sócrates, que también quería bailar, y el defensor del Real Madrid iba al suelo con él. Una, otra y otra vez, siempre en su campo, siempre durísimo. La música sonaba para Sócrates y él bailaba, pero eran los enemigos quienes, a base de riesgo, acababan por detenerla matando al corneta. Careca que lo veía acudía solidario en la ayuda de su compañero. Bajaba a pedirla sin marca y luego cabalgaba, hasta que al acercarse al área de Zubizarreta se encontraba con Goicoetxea o con Julio Alberto, o Camacho que igual andaba por allí, que alcanzaban su espinilla y hacían con sus huesos en tierra. Tarjeta amarilla al lateral nada más empezar el partido. ¿A mí?, recriminaba Julio. No me hagas reír, bonico, le contestaba Bambridge en un perfecto castellano.
El ritmo era pausado, tedioso, lento, aburrido, indecente. Pero los amarillos intentaban pasarla y conectar así con Sócrates. España seguía sus directrices y mandaba balones de Víctor Muñoz o Julio Alberto hasta Salina, que en su rol de desestabilizador de defensas caía a la izquierda a recibirlos. Pero Julio no iba solo. Con él estaba su sombra, el central mastodóntico, oscuro y fiero que llamaban Julio César. Salinas lograba recibir y meter el trasero, un hecho ya meritorio. Después de eso, sin ningún apoyo dictado ni improvisado, pretendía girar y encarar una y otra vez, pero el resultado siempre era el mismo: la pelota acababa en dominios de Julio César y se iniciaba una nueva posesión para Brasil. Qué leches querría decir don Miguel con lo de compararme con Garrincha… vaya mañanita, pensaba Salinas. Esto es seguro.
¿Pero por qué el marcaje individual era sobre Julio y no sobre Emilio, el mejor delantero del equipo? Pues porque antes de que los sorprendieran y les patearan el trasero, hubo espías brasileños en los entrenamientos, esbirros de Tele, y el asunto olía a eso desde un mes antes de calzarse las botas. Pero Miguel Muñoz se chapaba a la antigua, y una estrategia pensada era una estrategia llevada a la práctica.
En el verde, Butragueño era un ser extraño entre tanta vulgaridad. El balón nunca iba dirigido a él, y nunca es jamás. Por eso fue varias veces en su búsqueda, muy retrasado. Y lo hacía al modo de siempre, el que caracterizó su carrera, el de la elegancia, la sabiduría futbolística y la clase depurada. Controlaba, agachaba la silueta y levantaba la mirada. Si había un compañero cercano la tocaba y se movía, si era lejano la mandaba al espacio. Si no había nadie, porque no lo había nunca, arrancaba y seguía hasta volver a encontrar la mejor opción. Bailaba, pero lo hacía sin música. A diferencia del crack brasileño, era su propia banda la que desafinaba a su espalda, haciendo imposible una actuación decente.
«Francisco, hombre, si tú eres de los míos. No me vengas ahora con que vas a buscar a Julio irreflexivamente, por amor de Dios. Toca, juguemos». Pero el mediocentro del Sevilla prefirió, lógicamente, hacer caso a su entrenador, que ante la baja de Gordillo y un Calderé de varetas había decidido confiar en él.
En esas el encuentro pasaba, y cómo sería el asunto que Branco, lateral izquierdo brasileño con la misma maña que Gattuso con reuma, se pasaba la vida junto al área española, ansioso por colaborar y desatendiendo su labor defensiva. Fácilmente desatendible, dado el panorama. Al otro lado, su homólogo Julio Alberto, con una destreza en la zurda a la altura del mejor Denilson, cruzó la línea divisoria dos veces y en cabalgadas desesperadas y solitarias que acababan en frustración. Víctor Muñoz y Francisco ni lo pensaron, supongo, o de lo contrario lo disimulaban estupendamente, pero al no estar Branco en su posición el carril zurdo se veía yermo desde cualquier ángulo a cualquiera distancia de todo el estadio Jalisco. Y España jugaba con Míchel como volante derecho, delante de un Tomás que no subía más de dos metros desde la línea de fondo. Y como no lo pensaban, no lo veían y Míchel no participaba.
Cuarenta y cinco minutos y solo un tiro lejano que paró Zubizarreta fue el peligro del primer tiempo. Porque además de dominar las órdenes a viva voz como nadie desde el principio al fin de su trayectoria, en 1986 Zubizarreta aún paraba los tiros lejanos. Doce años después tampoco se le podía pedir esa faceta, y Oliseh lo corroboró. Pero esa es otra historia.
Empezó la segunda mitad con los mismos hombres, el mismo dibujo y la misma entretenidísima exhibición española. Menos de diez minutos, un córner botado por Víctor, un rebote hasta la frontal de área, una rápida bajada y un derechazo. Míchel había hecho lo imposible, marcar un gol en ese partido. El misil golpeó el larguero y entró detrás de Carlos, pero el bote lo hizo salir, generando la duda y la equivocación final. Bambridge no lo dio como válido y Brasil siguió a lo suyo, mirando hacia adelante. Se mantenía el empate, que ya era un premio.
Minutos después, a juzgar por los gestos de los futbolistas en sus infinitas protestas, parecía que España hubiese hecho un gesta de proporciones bíblicas. Y efectivamente, aunque sin efecto, la había conseguido. Marcarle un gol a Brasil jugando a eso era absolutamente impensable. Los brasileños tuvieron tiempo de intentar inventarse una gol con la mano. Pero esos gestos solo están al alcance de los dioses. Y en aquel Mundial ya habría uno que acabaría haciéndolo para llevarse la copa a Argentina.
Zico, Zico, Zico, se pedía desde la grada, reclamando ingenio ante tanta previsibilidad. Lo que no se inventaron fue el 1-0 definitivo. En el ecuador de la segunda mitad Butragueño ya había desistido, estando sentado en la tercera fila de banquetas, sin chica que le acompañase y viendo al rey de la fiesta, un Sócrates que había logrado desembarazarse de Camacho, bailando por toda la pista.
Careca tiró lejano, a la derecha y en diagonal, similar a Míchel. El balón golpeó en el larguero y en el suelo, similar al chut de Míchel momentos antes. Botó fuera de la línea y fue a parar manso a la cabeza de Sócrates, a diferencia del gol anulado a Michel, que se perdió en la lejanía. Brasil había marcado y España tenía que intentar jugar al fútbol.
Pero no lo hizo. Señor entró al campo, en una pretensión de Miguel Muñoz en repetir el imposible «gol de Señor». Pero como la mano de Dios, los milagros solo se dan una vez. Muller fue el que sustituyó a Casagrande en Brasil y el único que tuvo tres oportunidades, yéndose los sudamericanos con una escasa renta final.
España había tirado por la borda, con premeditación y alevosía, la posibilidad de dar un imponente golpe de timón en el día que el navío se hacía a la mar. Pese a todo, gracias al cielo, Butragueño tendría una nueva posibilidad para bailar en la última gran fiesta de los suyos, aquella contra Dinamarca de los octavos de final.
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