Afirma Gabriel García Márquez que “los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga a parirse a sí mismos una y otra vez”. Dani Parejo resguarda esta oración. El “Príncipe de Coslada” -hoy ya rey de Valencia- ha tenido que sufrir una feroz metamorfosis para morar en el conjunto blanquinegro a sus anchas. Atrás quedaron los duros cardenales y los profundos hematomas. Desde su llegada, la sangre blanca originaria de las chufas o almendras ha sido una de sus losas. El campo jamás adultera y desnaturaliza. Parejo parecía, por soplos, indolente. Como si con su figura no anduviera la cosa. Pidió salir, incluso, buscando un acomodo menos exigente para jugar al balompié. Pero, con la ayuda de algunos entrenadores (otros no contaron con su estampa y lámina) y su meditación y deliberación, consiguió volver a reinventarse. Su paso al frente fue sideral y comprendió que para ser importante en Mestalla se necesitan valores y cualidades que van más allá de la competencia e idoneidad con el cuero. Ahorcó los hábitos pretéritos y empezó a diseñarse a sí mismo. Tejió y enramó su mejor atavío. Entallado y a medida. El que hoy vislumbramos cada domingo en todos los campos de España.
Parejo es brújula. Termómetro y nexo. Dani es poesía. Más cerca de la Bucólica de Teócrito o de la Lírica con sus ‘odas’ y ‘canciones’. Su fútbol parece una composición en verso con el propósito de ser coreado a los cuatro vientos, con estilo melancólico y culminado con epílogo. Relame el vanguardismo y la actitud provocadora. Es admirable el carácter experimental y la rapidez con la que se le suceden las propuestas. Unas tras otras. El centro del campo del Valencia estuvo huérfano ante el Rayo. No hubo reivindicación de lo original, de lo lúdico. Nada que desafiara los modelos y valores de lucha y pundonor existentes en el tapete -aunque a Alves le pareciese poca moqueta- de Vallecas. Fue brega sin cuartel hasta que el cuerpo aguantó. Pero faltó la innovación, la querella al fango. Si en el siglo XX aparecieron diferentes corrientes vanguardistas como el futurismo, dadaísmo, cubismo, constructivismo, ultraísmo o surrealismo, en el XXI los valencianistas se aferran al Parejismo.
El gran Gabo en Cien años de Soledad encontró la fórmula del realismo mágico. Ese espacio imaginario donde desarrollar una historia maravillosa. Macondo fue el lugar donde la familia Buendía, con el coronel Aureliano en cabeza, parecía estar predestinada a padecer la carencia de compañía. Esa depresión por encontrarse sin séquito y comitiva. A vivir anclada en la soledad. El Valencia de Pizzi viaja a Macondo cada vez que Parejo ve el partido en televisión o desde la grada. Sin sustituto, depende de un silbido esporádico de cualquiera de los de arriba. Pero sin melodía. Fogonazos azarosos y eventuales sin ritmos ni compás. Parejo se ha catequizado y transformado en fundamental para los suyos. Ha sufrido un proceso camaleónico que le ha llevado a ser un jugador vanguardista. Quebrando y disolviendo esa apatía de antaño y convirtiéndola en tesón, obstinación y desenfreno. El fútbol ya lo tenía.
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