El estadio de Vallecas no duerme. Por las noches, cuando el barrio se apaga, él recuerda. Recuerda goles de otro siglo, tardes de barro, pancartas de lucha y domingos de sol partido por la mitad. Lleva décadas escuchando cánticos, aguantando lluvia, viendo crecer a los niños y marcharse a los viejos. Tiene grietas en las paredes y en la memoria, pero también un corazón que late con cada golpe de bombo.
En Vallecas no hay lujos. Hay abuelos que enseñan escudos a sus nietos, pancartas que no caben en los manuales del marketing y gente que va al campo con la camiseta puesta aunque llueva. Aquí se gana poco y se quiere mucho. El fútbol huele a su esencia.
Hace muchos años el estadio soñó con Europa. Soñó con himnos extranjeros retumbando entre sus muros y con equipos desconocidos temblando al pisar su césped imperfecto. Hace tiempo, cuando aún jugaba Felines, cuando Wilfred volaba con su gorra entre palos, ya soñaba con Europa. Una vez lo rozó, allá por los noventa, cuando Teresa Rivero, una mujer al mando antes de que fuera costumbre, se empeñó en poner al Rayo en el mapa. Lo logró. Y Europa vino, pero fugaz.
Veinticuatro años después, las noches continentales regresan a un barrio soñador. El 0-0 frente al Mallorca fue el pitido de salida a una nueva caminata. El marcador se quedó quieto, pero la ilusión se unía sabiendo que, en algún rincón de Vitoria, el Alavés estaba empujando al Rayo hacia la Conference League.
Íñigo Pérez, en su primer año en el banquillo, ha devuelto al equipo a ese lugar donde la gloria no es dinero ni fichajes. La base es el trabajo, la resistencia y el propio fútbol. Y ahí están. Con la franja tatuada con honor en el pecho y los pies llenos de barro.
Dicen que es un milagro. Pero no lo es. Es trabajo, barrio y memoria. Es resistir cuando todo empuja para poder caer. El estadio de Vallecas ya no sueña con llegar a Europa. Ahora la espera con los brazos abiertos. A partir de ahora, la vieja tribuna de hormigón verá pasar banderas extranjeras, himnos desconocidos y acentos de otras tierras.