El fútbol como la vida, en ocasiones te puede llegar a ofrecer la mayor de las alegrías o, por el contrario, la mayor de las tristezas. Hay momentos muy duros dentro de un terreno de juego. A veces, muchos de ellos son representados en forma de golpes, en el sentido más literal de la palabra.
Corría el año 1994, y la gran fiesta del fútbol, el Mundial, llegaba a Estados Unidos. España, al igual que el resto de equipos nacionales que se daban cita en tan prestigiosa competición, tenía como único objetivo el del alzarse a lo más alto del féretro del fútbol mundial, y levantar por primera vez en su historia la tan ansiada Copa del Mundo.
Tras superar la primera fase y la ronda de octavos de final, el combinado español, con Javier Clemente a la cabeza, se plantaba en cuartos. Sí, en cuartos, esa eliminatoria fatídica y cuya barrera parecía imposible de flanquear para nuestro país. Pero esta vez, la sensación era totalmente distinta. España había desarrollado un gran juego en lo que iba de campeonato, y además contaba en sus filas con jugadores, que a pesar de su juventud, tenían experiencia en grandes citas. Por el contrario, su rival, Italia, había pasado muchos apuros para llegar hasta dicha ronda, y el juego demostrado era más bien pobre.
Los primeros minutos del partido fueron de respeto. Ambos equipos sabían del potencial del adversario. A medida que el tiempo transcurría, los italianos consiguieron llevar el partido a su terreno, arrastrando a España hacia ese fútbol embarullado y tosco. De este modo, Italia conseguía abrir el marcador a los 25 minutos con un gran disparo de Dino Baggio ante el cual nada pudo hacer por detenerlo el bueno de Zubizarreta. Contra todo pronóstico, nuestra selección no acuso el gol encajado, sino todo lo contrario. España se rehízo y manejo el partido a su antojo, aunque el empate no llegaría hasta el minuto 13 del segundo tiempo a cargo de Caminero.
Ya se había hecho lo más difícil. La igualdad campeaba en el marcador, pero sobre el césped la balanza se declinaba claramente hacia el lado español. Dos grandes ocasiones pudieron romper el empate a uno para dar ventaja a España por primera vez en el partido. Goikoetxea primero, y Julio Salinas después, tuvieron en sus botas ese segundo gol que hubiera dado la tranquilidad y un mayor número de posibilidades de conseguir el pase a semifinales. Pero el fútbol es fútbol. En este deporte no siempre gana el mejor, y esta vez volvería a ocurrir. Italia, que en esos momentos se veía desbordada completamente, tuvo la fortuna de volver a adelantarse con una buena jugada de su delantero de más calidad, Roberto Baggio.
De nuevo, el partido se volvía a poner cuesta arriba, y esta vez con menos margen para reaccionar. Sin embargo, España no bajó los brazos y se lanzó al ataque en busca de la heroica. En una de esas intentonas, y tras un centro lateral, Luis Enrique, en su intento por rematar el balón, cae desplomado al césped llevándose las manos al rostro. Sandor Puhl, árbitro del encuentro, permaneció impasible ante los gestos de dolor del delantero. A pesar de estar a escasos metros, el colegiado no vio, o no quiso ver, como Tassotti frenó en seco a Luis Enrique con un codazo que acabó con el asturiano por los suelos, sufriendo una fuerte hemorragia en la nariz. Aquella fatídica acción que debió haberse resuelto con roja al defensa italiano y penalti a favor de España, finalizó con unos jugadores españoles rodeando y colmando de protestas al árbitro, mientras que los italianos ya se veían jugando el siguiente partido ante Bulgaria. Y así fue, Italia acabó venciendo 2-1 aquel duelo.
La imagen de Luis Enrique ensangrentado, lleno de rabia y frustración, ha quedado grabada en la memoria de muchos aficionados y en la historia del fútbol. Aquel día España mereció más, pero la suerte nos fue esquiva. Aún nos preguntamos cómo Sandor Puhl no pitó aquella agresión de Tassotti, aquel codazo que sufrió Luis Enrique pero que sin duda alguna nos dolió a todos los españoles.