Diversos estudios de neuropsicología indican que la atención media que dedicamos de forma sostenida a un mensaje, un artículo, un vídeo o una conversación asciende a cinco segundos. Más o menos el tiempo que has tardado en leer la frase anterior. Un portero remolón aún no habría sacado de puerta y ya es crucial engancharte con un estímulo que te empuje al siguiente párrafo. Así de alto ha situado el listón la era de la multitarea, donde tu tiempo es oro.
El fútbol no escapa de las garras de la inmediatez instaurada por las tecnologías de la información. Lo demuestra una llamativa estadística sobre la Champions League 2018-19: la audiencia cayó un 35% pasando de un promedio de 2000 millones de espectadores en el trienio precedente a 1300 en el último curso. Pero que no cunda el pánico. Los expertos aseguran que no hemos perdido interés por aquello que nos apasiona, sino que el modo de prestar atención ha evolucionado.
Pregúntate cuántas veces al año dedicas toda tu atención a los 90 y pico minutos de juego. Se cuentan con los dedos de una mano, esos con los que haces scroll-down compulsivo mientras rueda el balón. Si aligerar el calendario se antoja esencial para refrescar las piernas de los futbolistas, urge igualmente mimar los ojos cansados del espectador. Cada partido no puede ser una final, pero con la concentración en caída libre, el fútbol debe reinventarse. La cuestión es cómo añadir relevancia a un evento de larga duración y amoldar las reglas a un público escurridizo es el camino.
Las discusiones más acaloradas sobre el reglamento tratan históricamente temas dispares: el valor doble de los goles fuera de casa, la implementación de la tecnología en el arbitraje o la modalidad idónea para deshacer un empate. Sin embargo, existe en el aficionado una reciente y palpable inquietud por el tiempo. De esta tendencia subyace una suerte de egoísmo propio del consumidor; cuando nos quejamos de que un equipo araña segundos al reloj, en realidad protestamos porque está agotando nuestro tiempo.
Como espectadores necesitamos percibir que algo decisivo puede suceder en cualquier momento para asumir el sacrificio que hoy suponen dos horas de concentración. Sí, incluso al fútbol se lo ponemos difícil. Entonces, ¿qué modificar en un formato ganador con síntomas de fatiga? ¿Dónde se esconde el famoso clutch? En las últimas tres palabras del siguiente párrafo propongo la solución.
Buena parte del éxito planetario del fútbol reside en la romántica simplicidad de sus reglas. Apetece no tocar nada porque squadra che vince non si cambia, pero afloran indicios que sugieren un revisionismo moderado. La introducción del fuera de juego o la norma del pase al portero fueron éxitos rotundos en una trayectoria típicamente conservadora para con el reglamento. Hubo un resbalón legislativo que hoy puede ser oportunidad: la aparición y posterior retirada del gol de oro.
Su estreno fue insuperable: decidió la Eurocopa de 1996 tras un tanto de Bierhoff en la final frente a la República Checa. Primer gran torneo con la regla en vigor y pum. El testimonio del killer alemán representa el mejor alegato posible: “Viví un momento de pura felicidad, nunca me había quitado la camiseta al celebrar un gol y nunca volví a repetirlo”. Precisamente ese es el factor diferencial: todo lo que acontece después del dorado instante de locura da absolutamente igual.
La siguiente edición de la Euro también estuvo bañada en oro: un penalti de Zidane en semis frente a Portugal y una inolvidable volea de Trezeguet en la final ante Italia encumbraron de nuevo al campeón a través de la fatídica regla. Al rememorar su zurdazo liberador, Trezegol describió la carga emocional del gol de oro: “Toda mi fuerza iba en aquel disparo. Me sentí feliz por mis compañeros y después por mi familia, por mí mismo. Me produjo una satisfacción que puedo sentir todavía”. ¿No vivimos los aficionados por y para momentos así?
Cabe cuestionarse por qué la norma no cuajó. La respuesta es de una sencillez apabullante: porque el público aún no la necesitaba. Claro que tampoco ayudaron entrenadores y jugadores —con la sartén por el mango en estos casos—, cuya interpretación conservadora dio lugar a prórrogas ultradefensivas. Del miedo al aburrimiento. La FIFA pensó que “hecha la ley, hecha la trampa” y retiró el gol de oro tras la Euro 2004. Su éxito hoy pasaría por aprender del pasado; sería indispensable involucrar a los futbolistas estimulando el juego ofensivo y penalizando el cerrojazo con reglas concretas.
¿Por qué funcionaría? Porque el espectador, hambriento y distraído, desea reengancharse al fútbol a través de la relevancia emotiva. La mera posibilidad de que un instante nos deje sin aliento supone suficiente estímulo como para capturar nuestro interés durante un par de horas en las que saltaremos de un párrafo del partido al siguiente como ávidos lectores. Si has llegado hasta este punto del texto, sabrás que el gol de oro abriría de par en par las puertas del drama contemporáneo. Sintetizaría el sentimiento universal del carpe diem en un golpeo sin vuelta atrás a un balón al que dedicaríamos, a él sí, toda nuestra atención.
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