Más de medio centenar de torres y fortalezas defensivas puntean la costa de la actual provincia de Grosseto, en la plana de la Maremma toscana, construidas durante cinco siglos para proteger el expuesto territorio desde el mar. Primero por los numerosos condes, duques y demás señoríos de la infinitamente fragmentada Toscana medieval; luego por los españoles que, en plenas guerras itálicas contra los Borbones, decidieron con tino dominar -el conocido como Stato dei Presidi– estos salientes costeros pequeños en tamaño pero enormes en importancia estratégica para controlar esta parte del Tirreno arrebatada a pisanos, seneses y toscanos entre las coronas ibérica y francesa ya en el siglo XVI.
Esa misma protección buscaron durante los 220 kilómetros que unían Vinci, pueblo natal de Leonardo, y Orbetello los principales favoritos del Giro d’Italia, para ganar la general o la etapa al sprint. Frente al fortísimo viento que se levantaba hoy por toda la Toscana, entre las colinas senesas y la costa, los Koren, Bauer, Rojas, Bakelants, Serry o McCarthy ofrecieron escudo a sus líderes: su trabajo poco valorado encontró enorme brillo en una de esas etapas eternas tan denostadas por aficionados y algunos comunicadores, pero esenciales, igual que estos gregarios, en el devenir de una gran vuelta.
Un par de momentos de emoción entre la tensión. El uno, la carrera en solitario contra los elementos del nipón Sho Hatsuyama, que parecía querer vengar la expulsión de su compatriota y compañero Hiroki Nishimura tras llegar fuera del tiempo límite en los primeros ocho kilómetros de contrarreloj en Bologna. Sus 145 kilómetros de acción, casi kamikaze, terminaron en esa pequeña tragedia que supone observar a la gran serpiente multicolor engullendo a nuestro héroe.
El otro, el extraño final, engendrado por las circunstancias geográficas: dos tómbolos de arena cruzan el Tirreno para unirse al promontorio de Monte Argentario, formando la Laguna de Orbetello, en cuyo centro se encuentra un tercer tómbolo, este incompleto, donde se sitúa el pueblo homónimo. Por uno de ellos entraba el pelotón, para volver hacia Orbetello por una diga artificial construida para cerrar el tómbolo central, dividiendo en dos la laguna por una carretera expuesta al viento.
Para entrar al pueblo, una doble curva cerrada obligaba a realizar un sprint de 400 metros prácticamente desde cero. En ese apasionante caos para los aficionados al ciclismo y la geomorfología, Elia Viviani, que se mueve de maravilla en solitario en estas circunstancias, casi desdeñando el apoyo de su equipo, se enganchó a la rueda de Ackermann para superarle antes de meta. Sin embargo, su movimiento brusco de derecha a izquierda fue declarado ilegal por cortar de un golpe el sprint de Moschetti, adjudicando el triunfo al colombiano Fernando Gaviria, que había aparecido por el otro lado.
Michelangelo Merisi da Caravaggio murió en la vecina Porto Ercole, entre fiebres provocadas probablemente por el paludismo imperante en la Laguna, cuando huía de la condena a muerte por homicidio -tras un partido de primitivo tenis- que pesaba sobre él en Roma. Entre las sombras de un día gris, la honorable tragedia de Hatsuyama y los misterios de la volata, podría haber ideado, aun hoy, un interesante cuadro. Para que luego se diga que estas etapas son prescindibles.
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