Las parcelas de poder no son algo que puedan construirse con ladrillos o que tengan una forma geográfica definida. Es otro de esos acuerdos tácitos que gobiernan nuestras vidas, un poco como el dinero o las leyes. A veces se presentan sin aviso delante de tus narices y te quedan dos opciones: aceptarlas o destruirlas y crear una revolución. Así lo aprendí en una de mis primeras crisis en el Biggleswade United.
Cuando llegué al club, en octubre de 2014, propuse una serie de ideas que nos alejarían de la zona de confort en la que habíamos vivido varias décadas para crear un proyecto más ambicioso. Reconocí enseguida dónde estaba el faro que nos guiaría y nos marcaría incluso los límites (para después, poco a poco, con cariño, estirarlos). Nuestra secretaria, Tracey James, que fue ex futbolista del club y llevaba tres décadas viendo pasar presidentes y entrenadores, era la gran referencia. Trabajó en el gobierno laborista como escritora de discursos, de algunos tan delicados como los que tenía que leer Mo Mowlam, ministra para Irlanda del Norte, en los años en que se negociaba la paz. Con alguien así en el club, era fácil manejar los equilibrios necesarios para que, por ejemplo, los árbitros y las autoridades nos vieran con buenos ojos (esos trucos, de momento, prefiero no compartirlos).
Tracey me abrió los brazos al llegar como lo hizo también el presidente de entonces, Chris Lewis, que fue el que tuvo la idea de enviarme un correo para convencerme de participar en un club de la novena división con ganas de hacer cosas diferentes. Le llamamos a mi cargo, ‘director deportivo’, pero ante la autoridad institucional de Chris y la moral de Tracey, yo ponía las ideas. Nos repartimos las faenas que se fueron multiplicando porque cada una de las muchas que teníamos requería de nuevas manos y mucha energía. Llegó un momento que a Chris le robamos toda la que tenía y tuvo que dar un paso al lado. Decidí, en lugar de convertirme en el líder visible del proyecto, buscar un presidente que tuviera fuerza y entendiera lo que estábamos creando: un club amateur que quería probar nuevos caminos, desde el estilo de juego al reparto del presupuesto, y que deseaba crear una cantera que de verdad alimentara los primeros equipos.
Con la llegada del nuevo presidente, de nuevo el poder quedó repartido. Nos faltaba experiencia y un día, justo antes de empezar la temporada, nos dimos cuenta de que el presupuesto se nos había disparado, que recaudar lo prometido al nuevo entrenador requería un esfuerzo imposible, uno de esos errores que hay que corregir cuanto antes. Di un paso adelante y decidí, antes del primer partido, anunciar a la plantilla que no se podía cumplir con lo acordado. Estaba a un paso de entrar al vestuario cuando el presidente me pidió que le dejara hablar con el entrenador. Se estaba saltando un paso en la jerarquía del club (el mío). Acepté esa conversación privada. Otro error. No se dijo nada a los jugadores. Tres meses después, el entrenador se fue a un club profesional. Tres meses más tarde el presidente dimitió. Aprendí que esas parcelas invisibles de poder deben ser respetadas y que no hay mejor momento para analizar y, si es posible, solucionar problemas que el ‘ahora’. No hay que tener miedo a la responsabilidad, solo respeto.
Nos quedamos el marrón y lo afrontamos, tarde, pero de cara. Me ofrecí ser presidente. La junta lo aceptó. Dimos un paso atrás para avanzar a otro ritmo. Desde entonces, no se ofrece más de lo que hay. Todo lo que entra se reparte entre las varias capas del club, de la cantera a los dos primeros equipos, el masculino y el femenino. Está claro que se aprende más en los momentos de crisis.
Creo que ahora estamos en terreno sólido, los dos equipos están luchando por subir de categoría, con un juego definido, con un comportamiento del que estamos orgullosos y con una cantera que, a diferencia de lo que suele ocurrir, se siente parte de la misma familia. Seguimos avanzando, una línea que nunca es del todo recta.