El sábado, ya sin lagañas, empieza en la plaza del pueblo donde paso mucho tiempo, Hitchin, a media hora de nuestro campo en Biggleswade. Quedo sobre las once a hacer un café con el entrenador del primer equipo de chicos, Cristian, que seguramente quiere olvidarse del partido que le ocupará todo el día (y si se pierde, el día siguiente también). Pero como él dice, soy como el abuelo con un nieto: quiero tanto al club que no puedo dejarlo quieto. Le pregunto por la semana, si todos los convocados están listos o alguno ha caído en el agujero del viernes por la noche. En realidad, lo que quiero saber es el once. Al final, como siempre, tengo que preguntar, porque el míster no lo ofrece voluntariamente. Está convencidísimo de la elección y yo siempre tengo dudas, y se las planteo. No he forzado nunca un cambio en el once, pero cuestionar al entrenador es otra manera de conocer su proceso de decisión. Me cuenta cosas de vestuario y nos acabamos el café.
Vuelvo a casa, generalmente para coger un abrigo más grueso, siempre calculo mal las temperaturas. Llego a la sede del club sobre la una, media hora antes de que lo haga los convocados. Charlo con el señor que nos organiza los coches en el parking, Steve, un hombre que tuvo mejores épocas y que fue futbolista amateur, pero que se tropezó en la vida y ahora se conforma con formar parte de algo. A continuación, departo con Tracey, la secretaria y alma del club, que tiene preparada ya la comida post partido para los futbolistas, las pastitas y el té para la directiva rival y los árbitros, y que está sirviendo la cerveza a los madrugadores. Cuando llegan los árbitros, departo con ellos, me preparo el café y también a ellos. Si me conocen de la televisión, se les nota, y ahí me hago un poco más amigo. Hablamos de lo bien que jugamos, de lo mal que juegan otros, y siempre dejo caer que a los que hacen el esfuerzo de jugar bien hay que cuidarles. Eso nunca ha supuesto que nos regalen nada (somos el equipo de moda, el mediático, el que todos quieren batir y eso en ocasiones se vuelve en contra nuestra) pero me sirve saber si comparten mi manera de pensar.
Cuando llega la directiva rival, generalmente veteranos de muchas guerras, gente por encima de los sesenta años, nos intercambiamos llantos y quejas, pero nos reímos cuando aceptamos que no tenemos ninguna intención de dejarlo, que estamos enganchados a esas charlas, a los sábados de fútbol, a las victorias y, masoquistas que somos, a las derrotas. Cuando llegan los futbolistas, les doy la mano a todos, uno a uno, intento preguntar a los líderes y también a los que sé que estarán en el banquillo, cómo les ha ido la semana. No se habla de la vida real, de su trabajo o de los estudios, sino que hablamos solamente de fútbol: aunque amateurs, hay que tratarles todo el día como futbolistas, es lo que quieren.
Charlo con el equipo de prensa, chavales que están en su primera experiencia en un club: uno hace el Twitter (Leon), otra prepara Instagram (Elle), otro los posters (Ari), otro maneja la cámara para emitir en directo en Twitch (Josh), otro hace las fotos (Matt) y uno más se prepara para comentar el encuentro (Ryan), todos bajo la supervisión de Arya. Paseo con Cristian por el campo un rato para sentir la emoción del partido que está a media hora de empezar. Miro el calentamiento que es mi manera de enchufarme. Raramente entro en el vestuario, a no ser que llevemos una mala racha o Cristian lo sugiera. Paseo poco a poco hacia la grada, saludando a los aficionados de siempre y presentándome a los que no conozco. Suena la canción que da la bienvenida a los jugadores, ‘Right Here, Right Now’, de Fatboy Slim. Ya estoy sentado. Un sorbo de café. Son las tres. Empieza el partido.
Así era antes. No sabéis las ganas tengo de que vuelva a ser sábado.
Imagen de cabecera: Matthew Burling