Javier Marín | “¿Qué es el azar?” Se pregunta un niño mientras ve una pelota de tenis bailando sobre la cinta blanca de la red. “El azar es imprevisión, detalles fuera del alcance de cualquier persona” le dice la madre, mientras fija su mirada en esa pelota que cae violentamente sobre una mitad de la pista, dejando al jugador que sufre ese infortunio con cara de tonto. “¿Y qué podemos hacer ante la suerte, mamá?” “Mirar cariño, solamente mirar”.
Y es dura esta afirmación. Pero no por ser dolorosa es menos cierta. En el tenis como en cualquier otro deporte se entrena al máximo cada día de la semana (en la máxima exigencia es un deber) para que cuando llegue la hora del acontecimiento te encuentres en las mejores condiciones para ganar. Sí, para ganar, el objetivo principal a corto plazo para un deportista. Aunque hay una línea fina, muy fina, que separa la deseosa victoria de la angustiosa derrota. A esa famosa línea la llaman, tantos los que la sufren como los que la disfrutan, suerte.
La suerte, como hemos dicho anteriormente, es una variante del juego imposible de controlar. Un imponderable. La suerte es ese balón que rebota en la rodilla de un rival, produciendo así una maravillosa parábola fuera del alcance del portero, que ve como entra el balón entre sus tres palos. La suerte es ese momento en el cual la pelota recorre tímidamente el aro, y cae a la cancha sin la consecución de ningún punto. La suerte en definitiva es tristeza y alegría.
“¡Juego, set y partido!” grita el juez de silla mientras ve en la pista las dos caras de la moneda. La cara, aquel a quién le favoreció la suerte. La cruz, aquel a quién le perjudicó el azar. El tenis, como cualquier otro deporte, es un juego al que se debe acudir extremadamente preparado, en todos los aspectos, para poder contrarrestar o potenciar los deseos de la Diosa griega Tique. La Diosa de la Fortuna.