En pleno 2014, en medio de una temporada histórica en la que terminaría ganando la Liga y jugando la final de Champions League, la directiva del Atlético de Madrid se movía con soltura por el mercado sudamericano. Aquellas redes que habían tenido éxito firmando a Correa y a Giménez, que luego lo harían con Emiliano Velázquez o Axel Werner y que desestimaron a última hora a Gastón Pereiro, tenían entre manos una última perla recién surgida desde los fondos de Uruguay: Nicolás Schiappacasse tenía solo 15 años, pero el Atlético de Madrid había ofertado 1’5 millones de euros por él. Entonces, los rojiblancos fueron informados de que estaban por detrás de Real Madrid, Liverpool y Manchester City en la carrera por el futbolista, pues estos ofrecían más dinero y llevaban más tiempo tras él, pero sus padres cambiaron el curso del destino de su hijo. “Elegimos el Atlético de Madrid por un tema cultural”, haciendo referencia a que en el club colchonero ya estaban Giménez, Godín o el Profe Ortega, uruguayos, además de un cuerpo técnico completamente argentino que le iba a ayudar a adaptarse. Hoy, Schiappacasse, el niño maravilla del fútbol charrúa, está retenido en una cárcel de Uruguay. Nunca debutó con el Atlético.
Que Schiappacasse iba a ser muy bueno se supo desde el primer día que tocó un balón. Metió más de 300 goles en apenas cinco años con su equipo de la infancia, el Universal, unas cifras a las que nadie se ha acercado siquiera jugando muchos más años que él. Salía a casi cuatro goles por partido jugado, una barbaridad a cualquier edad. En 2011, Uruguay le eligió para representar al país en la Danone Cup, un trofeo alevín donde se enfrentaron niños de hasta 12 años y que se disputó de manera íntegra en el Santiago Bernabéu. Uruguay terminó en 15ª posición (de 40), pero Schiappacasse se volvió a casa con el Máximo Goleador del Torneo y con una lluvia de ofertas de toda Sudamérica y de incluso algún equipo de Europa. Ya le comenzó a monitorizar la Federación de Fútbol de Uruguay, que esperó unos meses más, a que cumpliera los 13, para hacerle debutar con la Sub15. Y así fue siempre la tónica de su historia con la celeste, quemando etapas antes que el resto y jugando siempre con chicos mayores sin que se notara que tenía dos y tres años menos. Jugó en el Sub15, en el Sub17 y en el Sub20 asombrando a todo el continente y rompiendo los registros anotadores. Con 17 años se convirtió en el jugador que más goles había metido en la historia de las inferiores de Uruguay. Y en aquellos momentos, eclipsaba a todo aquel contra el que se enfrentaba, ya fuera en su club o con la selección, jugadores del calado y el recorrido de Ousmane Dembélé o Gabriel Jesús.
En el Atlético se frotaban las manos con aquel chico que había evolucionado en el aspecto físico a pasos agigantados, que se había convertido en un jugador de banda regateador y punzante, en un gamo de correr patizambo con una calidad y una facilidad para hacer gol tremendas. En un niño que había debutado en Primera División de Uruguay con 16 años y 97 días y que se había estrenado poco después en la Copa Libertadores sin amilanarse ante nada y ante nadie. En ese chico que tenía a Neymar como ídolo pero que afirmaba fijarse mucho en Griezmann y en Luis Suárez, patrimonio nacional. En ese muchacho que con 15 años había jugado durante meses con el menisco roto sin siquiera haberse enterado. Tanto le quería el Atlético en sus filas, que en 2016 agilizó los trámites de su nacionalización y, pese a tener 17 años, pidió un permiso especial a FIFA para que el uruguayo pudiera integrarse rápido en el club sin vulnerar la el Apartado 19 de la normativa con respecto a la transferencia de menores de edad.
Godín y Giménez fueron instados a apadrinar a un chico que pronto encontró acomodo en la amistad que fraguó con otro talento del continente como Caio y un compatriota y amigo de selección que llegó a la ciudad poco después: Mathias Oliveira. Poco más de un año tardaron en darse cuenta que el uruguayo, incorregible, jamás iba a tener futuro en el Atleti y posiblemente tampoco en el fútbol profesional. Su compromiso era escaso, sus faltas de respeto, continuas. Era perezoso en los entrenamientos con el filial y contestaba a los entrenadores. En aquel primer curso, con apenas 17 años, se marchó al Sudamericano y al Mundial Sub20. Brilló en ambos y entre medias de los dos torneos Simeone le convocó para su primer y único partido con el Atlético, ante el Granada. No debutó. Nunca lo haría. Poco a poco dejó de ser citado para entrenar con la primera plantilla. De hecho, sus días en el filial también estaban contados. Iba a afrontar su segunda temporada en Europa y no le gustaba la idea de jugar en el filial. Tenía ofertas para salir a la Eredivisie pero no lo gestionó bien. Forzó para salir, fingió una lesión y llegó al Cerro del Espino con muletas, sin darse cuenta que en las redes sociales publicaba al mismo tiempo vídeos suyos jugando al fútbol en el jardín de su casa sin ningún problema.
Tanto él como Caio recibieron sendos toques de atención por parte del club. Eran los dos mejores del filial, eran capitanes de sus respectivas selecciones, pero carecían del respeto y de la profesionalidad que se exigía en el seno del club. Al brasileño le salvó la vida una cesión en su país, al uruguayo nada le encontró solución. El entonces técnico del filial afirmaba con la boca pequeña que no tenía cabeza para jugar al fútbol y que era muy bueno cuando quería, pero eso solo pasaba una vez al año. Había pasado de ser la mejor promesa del fútbol sudamericano a no ser titular en Segunda B Española. A su tercera temporada, el Atlético trató de deshacerse de él. Le cedió al Rayo Majadahonda, club afiliado del rojiblanco que estaba en Segunda División y jugaba sus partidos en el Metropolitano. Y lo que comenzó muy bien, porque sus inicios fueron esperanzadores, terminó muy mal. De vuelta en Uruguay para preparar otro Sudamericano Sub20 y otro Mundial (jugó dos veces ambas competiciones debido a que el primero lo jugó con apenas 17 años) sufrió un accidente de coche en extrañas circunstancias y se especuló con que había llegado lesionado al torneo por un problema extradeportivo. A mitad de temporada, su pase llegó al Parma, donde apenas jugó 80 minutos en seis meses.
El Atlético intentó quemar con él una última bala en la 2019-2020 llevándolo cedido al Famaliçao, un equipo propiedad del empresario Idan Ofer, que tiene también un porcentaje de las acciones del Atlético. En Portugal se pasó un año absolutamente perdido. Solo jugó cuatro partidos en toda la campaña con el primer equipo y el Atlético intentó colocarlo donde fuera. Era una manzana podrida que no duraba mucho en los vestuarios y que misteriosamente se solía caer de las convocatorias al poco de llegar. Se marchó vendido (por el mismo precio que había pagado el Atleti por él) a Italia. Apareció el Sassuolo y De Zerbi se enamoró de él, a la vez que afirmaba que le faltaba una condición física brutal y que querían ir poco a poco con él. Así fue. Solo jugó dos partidos en ocho meses y en marzo se marchó cedido a Peñarol, equipo del que siempre había confesado ser hincha. Su vuelta a Uruguay fue su total perdición. Primero porque se rompió la rodilla (el ligamento cruzado y el lateral) nada más llegar, precisamente ante River Plate de Montevideo, su equipo de formación. Segundo porque sus compañías no fueron las ideales. “Cuando llegó aquí, salía de casa o de los entrenamientos y había 500 personas esperándole. Unos querían hacerse fotos. Otros iban a criticarle, y luego estaban los otros”, señala su abogado, en referencia a esos que no le hacían ningún bien.
Porque este medio año de recuperación ha debido ser un caos para el uruguayo, que estaba a punto de reaparecer y de ampliar su contrato de cesión con el club charrúa y ahora quizás nunca lo haga. Hace unos días, viajaba con tres acompañantes más en un coche para ir a ver un partido entre Peñarol y Nacional cuando la policía interceptó el vehículo y con él, al futbolista uruguayo. En el interior se encontró un arma que iba a ser entregada a la hinchada ultra de Peñarol. O al menos así lo reconoció el propio jugador. Y si aquello podía verse como un acto puntual donde podía haber sido usado como conejillo de indias, resulta que las pesquisas policiales han dicho lo contrario. El jugador está imputado por tráfico de armas y exhibición de ellas en lugares públicos. En su móvil, decenas de conversaciones y fotos que dejan en evidencia tener diferentes armas de distintos calibres, algunas de ellas robadas, que iban a ser vendidas. Y el caso, que sigue en investigación, vincula también a gente de su familia e incluso apunta a un agente de policía. Ahora le esperan 90 días de cárcel, que es el tiempo que tardará en llevarse la investigación antes de poder afrontar un juicio completo.
Para echar más leña al fuego, la situación en Uruguay es delicada, ya que pocos días antes de la detención de Schiappacasse se produjeron dos episodios lamentables entre hinchas, precisamente de Peñarol y Nacional, que costaron vidas. El primero fue un joven de 17 años de Peñarol que fue asesinado a manos de seguidores del equipo rival. Días más tarde, casi como represalia, una pelea entre las dos barras acabó con un seguidor de Nacional muerto. Ahora se investiga si tuvieron relación entre sí. Y en medio de todo esto, Nicolas Schiappacasse, armado, acudía a un partido entre Peñarol y Nacional. Con 15 años le quería todo el mundo. Con 23, de manera preventiva, está encerrado en prisión.
Imagen de cabecera: Getty Images
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