En esta columna, que ya lleva 3 o 4 años funcionando, hemos visto de todo: han fallecido grandes personalidades del deporte, hemos vivido una pandemia y se han rememorado todo tipo de historia maravillosas. La de hoy es una de aquellas que no me quería imaginar pese a que se veía venir. Ante la complejidad del contexto, hoy más que nunca, enfrentarse a la página en blanco es casi una pesadilla. Roger Federer nos había dejado caer que su recuperación iba a ser complicada, pero parecía que su vuelta a las pistas iba a llegar en algún momento. Nadie le apremiaba y por eso pensábamos que su retiro iba a ser espectacular -si es que existe algo así-. Pero es humano.
El caso es que el suizo ha dicho hasta aquí por una lesión. Me lo imagino entrenando cada día en su Suiza natal, siempre con una mueca de disgusto por las molestias causadas por el inexorable paso del tiempo. Creo que ese adjetivo, inexorable, será uno de los más utilizados por la prensa deportiva estos días. Al final, hay que aceptar que nadie es eterno. La pandemia, también, fue el primer aviso de que sus días como profesional se acababan. Algunos torneos, por la complejidad de la enfermedad, empezaron a tomar una serie de medidas draconianas difíciles de cumplir. Él tiene una familia y priorizó, tras levantarlo todo, estar con su gente y no vivir en un mundo de cuarentenas.
Decimos adiós al deportista más elegante de la historia. Dentro y fuera de las canchas Federer siempre ha sido un galán de película. De esos que dejan un halo de admiración por donde pasa. Levantó títulos sin parar y fue protagonista de una rivalidad que recordaremos siempre ya que el altísimo nivel al que han estado Djokovic, Nadal y él es gracias a que ellos mismos se alimentaban. Ahora toca disfrutar de los próximos jugadores, aunque sepamos que probablemente no veamos a nadie como él. Cuanto antes lo aceptemos, mejor.
Imagen de cabecera: Wimbledon