Como si se hubiese elegido una cala en Jávea para el buceo. Así marchó, en reunión, la marea blanquinegra el pasado domingo a ver a su equipo. Mestalla llevaba al lomo dos bombonas de oxígeno por si la respiración desfallecía durante el partido ante el Sevilla. Siempre hay que ir prevenido a cualquier lugar. Dogma materno desde tiempos inmemoriales. Afortunadamente, no hizo falta lo superficial para salir del recinto respirando aire puro después de una temporada negligente. La victoria ante los hispalenses espantó a la gran mayoría de espectros, no a todos, que venían revoloteando en los cerebros las últimas semanas. Por momentos, la camisa no llegaba al cuello. Había un fruto seco en el gaznate del tamaño de un nórdico de invierno dificultando el ejercicio natural de tragar saliva. El fantasma de 1986 estaba demasiado reciente en la memoria de unos pocos. La salvación no es matemática, pero a falta de 18 puntos por disputarse, el Valencia tiene una renta de 9 sobre los puestos de descenso. Triste, sí. Insultante que se hable de estos retos en un grande de la Liga pero es la despiadada e inclemente realidad a la que se ha enfrentado un club casi centenario por la desidia de un máximo accionista que arrimó su proyecto deportivo a ególatras y comentaristas de televisión.
Que nadie equivoque el tiro si se consigue la permanencia. No hay absolutamente nada que celebrar. Más bien todo lo contrario. Las cuchillas brillan radiantes de tanto afilarlas para cuando llegue el momento exacto. Será el instante de plantarse el chándal de Luis Aragonés y mirar a los ojitos a todos los responsables de esta temporada perniciosa y pusilánime. Sin excepciones. Para así poder evitar en el futuro que un escudo de esa inmensidad vuelva a sufrir afrentas, ludibrios y escarnios. Pero ya habrá tiempo.
El abrazo final de los futbolistas en modo piña y la ovación cerrada de Mestalla dibujaron un lienzo con dos trazadas insignes. Primero, la demostración del canguelo que se había instaurado en la propia plantilla viendo que no eran capaces de ganar a nadie. Estar en los sedimentos térreos donde hay agua detenida, es decir, en el maldito fango, les creó ese pánico que vieron liberado con el gol de Negredo en el descuento. Sí eran capaces de quedar exhaustos, de mantener un equilibrio táctico, de tener el balón y el control del juego, de no caer desplomado tras un golpe y de ganar a un rival diseñado con los mimos rematados desde la sastrería de la pretemporada. Lo comprobamos todos. De ahí, esa explosión en el centro del campo una vez amarrados los tres puntos.
La segunda hilvanada pintoresca fue la corroboración de lo mala e indigna que es la afición del Valencia. No se pueden ni imaginar. Un machete para los suyos, oiga. Supongo que los que manipulan y falsean imágenes buscando el ‘click’ facilón también distinguieron un yacimiento el pasado domingo. Miren, es para descubrirse. Desde tres horas antes del comienzo del partido, miles de aficionados ya copaban la Avenida de Suecia esperando la llegada del autobús. Llenaron el campo hasta la bandera, celebraron lanzamientos de esquina o, incluso, saques desde la banda, empujaron con una fuerza huracanada a sus futbolistas y agradecieron el comportamiento de los protagonistas al acabar. Y todo ello sabiendo que esos jugadores que aclamaban sin descanso eran los mismos que les habían hecho pasar una de las peores temporadas de sus vidas. ¡No se puede ser tan malo, leñe! De máculas, estigmas y vicios también vive el hombre. Y es el poso que quedó para la blanquinegra. Si los delitos por los que quieren mandar presa a esta afición son los que cuenta la leyenda, que me encarcelen con ella. La única realidad es que es idéntica en cuanto a la crítica como lo puede ser la de cualquier gigante de Europa. ¿Por qué? Porque quiere que su equipo se vacíe y gane. Lo demás, bufas de pato.