A las 17:24h el corazón de medio mundo se para una milésima. En el suelo de París se produce un terremoto. La Historia se parte en dos. Lo inhumano es real. Lleva la firma de un mito de la tierra batida que vuela, entre recuerdos, para reunirse con su mejor versión.
El castigo es dictatorial. La ambición comanda la tarde a sus anchas campando libre por París. Nadal no entiende de piedad porque su deseo rompe cualquier barrera a golpe de un latido que atrona la Chatrier. Wawrinka es diana de meses negros. El suizo paga los platos rotos lapidando su intención de discutirle al mallorquín el Garros.
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El español es alma exenta. Es voluntad personificada. Es el mayor de los corajes sobre una pista de arcilla. Nadal se agarra a su esencia para sostener un legado en el lugar que hoy lo aúpa a los 15 Grandes.
Bajo la toalla la verdad explota en forma de lágrimas. La verdad de días difíciles a la sombra y donde el refugio fue la familia. Esos que le levantaron cuando todo el mundo hablaba sin sentido.
El abrazo con su sobrino y el gesto posterior de Toni Nadal, en el escenario, son la imagen refutada que pone fin a una racha donde el tiempo era el más valioso de los intangibles y, desafortunadamente, parecía jugar en contra ante la crítica exacerbada de propios y ajenos.
Nadal da una lección de vida. Otra más. Uno pierde la cuenta. 2005 inauguró un camino que hoy suma una nueva parada en un historial dorado difícilmente equiparable. «Es un sentimiento imposible de describir. Para mí los nervios y la adrenalina que siento cuando juego en esta pista son imposibles de comparar con cualquier otra. Es el torneo más importante de mi carrera», comentó micrófono en mano.
París dicta justicia. Era necesaria. Nadal vuelve a reunirse con Nadal. La Central del segundo Major, si no lo era ya, se convierte en lugar de peregrinación obligado. Van diez. Un número que representa plenitud, precisión y virtuosismo. A Nadal, en la ciudad de la luz, los ojos le brillan ya al compás del corazón.