Stamford Bridge, en su día, pidió la vez para unirse al club de los estadios que son los protagonistas de las mejores narraciones de la Champions League. ¿El último por favor? Esta es una reunión selecta, la mejor, y por ello es complejo entrar ahí. Poco a poco, el campo del Chelsea apareció en nuestras casas a la misma hora: a las 20:45 -una de las últimas atrocidades de la UEFA fue cambiarlo-. Aquel mítico horario, en un martes o miércoles de primavera, era por lo que vivían los londinenses; igual que la mayoría de los clubes que seguían y siguen esperando en la cola. Aquel conjunto de Londres que vivía ataviado con la etiqueta de aristócrata ya se les había adelantado. Para siempre. Ronaldinho ya había bailado en su media luna y los duelos contra el Liverpool ya eran un clásico de la máxima competición continental. El 14 de abril de 2009 se jugaba otro eterno encuentro en ese vetusto pero precioso estadio que ya, no se puede negar, es un clásico.
Los londinenses se habían llevado un destacado botín de Merseyside pero las noches de Champions no siguen guiones. De hecho, improvisan como Robin Williams conversando con Matt Damon en ‘El Indomable Will Hunting‘: en un momento te habla de flatulencias y al minuto siguiente sobre Michelangelo. Ahí radica su belleza. El 1-3 de la ida, con Branislav Ivanovic desatado, dejaba a Anfield desesperanzado. Precisamente es eso lo que te mata: la maldita esperanza. Los reds la recuperaron en el coliseo del Chelsea, con dos goles en media hora. Sin embargo, allí estaban Frank Lampard y Didier Drogba. Uno preparaba los misiles; el otro era simplemente un tornado. El costamarfileño recortó distancias, con la inestimable ayuda de Pepe Reina, antes de que Alex devolviera la calma con un zapatazo de los suyos. Todo volvía a su cauce. Incluso Lampard, a falta de 15 minutos, adelantó a los anfitriones en el encuentro. Se acabó.
Aun así, las noches a veces no son lo que parecen. En quince minutos pasas de «salir de tranquis», postrado en la barra de un bar, a estar en una conga con la camisa totalmente desabrochada. El fútbol no necesita nada para animarse. En dos minutos los visitantes le habían dado la vuelta y estaban a un gol de clasificarse para las semifinales. Stamford Bridge tembló hasta que Lampard, otra vez, devolvió la serenidad. Si es que este torneo la tuvo en alguna ocasión. El coliseo del Chelsea iba a recibir al Barcelona semanas más tarde, pero aquello da para escribir un par de libros. Ya nos estábamos preparando para otro clásico de la competición de clubes más bonita del mundo. Que no nos la roben nunca.