Un científico descubrió gracias a Google Earth un bosque inexplorado a más de 8.000 kilómetros de su casa. Resulta apasionante lo que nos puede revelar la distancia, aquella longitud que nos separa de tantas cosas. De tantísimas. De aquel destino paradisíaco que nos imaginamos tantas veces. No sabemos cuándo ni qué nos llevaríamos en la maleta, pero las instantáneas por las cuales paseamos nos hacen fantasear con ese lugar al que aspiramos viajar. Es también ese espacio que nos separa de aquellas personas que tenemos lejos. Los kilómetros que separan la Tierra y el Sol. Ese trocito que resta para un reencuentro que está a punto de darse y se viste de emoción. Los centímetros de aquel beso, tímido, que idealizamos tantas veces en nuestra mente antes de poder darlo. Es aquel recorrido que nos separa de la meta que nos hemos fijado. O son los once metros que separan al portero del lanzador de un penalti.
La pena máxima es diabólica. Algo que, a priori, presume de jugar a tu favor pero que puede ocasionarte un revés inexplicable. Porque puede significar entre bastante y mucho, porque a veces te lo juegas todo ahí. Ese instante capaz de marcar la diferencia o de cambiar el peso de la balanza. Esa pequeña distancia se apodera y mide los propios miedos y convicciones. Es un plan maquiavélico, perverso. Que con su caprichoso destino, se apodera de la potestad de colocar el cartel de la actuación para que se interprete al héroe o al villano. Cualquiera lo sufre. Desde la élite hasta la pachanga. Se delata en la expresión. Que levante la mano el que no le mire la cara a un jugador antes de lanzar un penalti. Muchos han soltado aquello de: “Este lo falla”. Porque lo ven en una mirada insegura, en el ceño fruncido, en la gesticulación, en los nervios que se palpan cuando se coloca el cuero en ese punto.
Que le pregunten a Roberto Baggio, que sabe lo que es fallar en un momento decisivo para alcanzar la gloria. O a John Terry, que sufrió el resbalón más doloroso de su vida. La realidad es que existe un valor incalculable para golpear el balón desde ese lugar maldito. Como si se tratara del misterio del triángulo de las Bermudas, capaz de engullirte. Es para los que se deciden, para los que ya no van a mirar atrás. Decía Juanfran, a través de ese momento que impidió que el Atleti pudiera escribir su historia en la Champions League con letras de oro: «A mí no me tocaba, le tocaba a Carrasco y Yannick no quiso tirarlo. Nos falta uno y tal… nadie dijo nada y dije, lo tiro yo». Es imposible hallar culpables. Porque jamás podrán serlo aquellos que osan al desafío ni tampoco los que no se arriesgan a ello.
Decían que los hombres no lloran, en una sonora estupidez. Los jugadores lloran, lo hacen tantas veces como el dolor llama a su puerta. El ser humano responde ante la angustia. Querido comandante: a ti, que tanto has tirado del carro. Que lideras. Que goleas. Que no cedes. Que nadie te regaló nada, porque todo fue recompensa de tu sacrificio. Que te enfundaste un apodo para dirigir y ser siempre luz entre las sombras. Que cometes un error como cualquiera. Que eres capitán. Te duele, porque lo sientes en el pecho y en el brazalete. Porque cuando te juegas la salvación, sabes que cualquier detalle puede ser una causa que te empuje hacia el vacío. Ese que intentas evitar a toda costa. Lo dijo Lucas Alcaraz hace años: «Para mí es el jugador revelación de Primera. Lo que pasa es que es feíllo y con barba. Si fuera pelao y con tatuajes, todo el mundo lo querría». Sea cuál sea el destino final y pase lo que pase desde los once metros. Qué valiente eres, José Luis Morales.
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