Qué malas son las etiquetas en este país. Carlos Sainz lo sabe bien. Da igual que haya ganado tres rallies Dakar, en 2010, 2018 y 2020, y que sea el piloto más veterano en hacerlo, o que ya se haya convertido en uno de los deportistas más importantes de la historia. Sin embargo, eh, «trata de arrancarlo» y la risita fácil. Su mujer le pide que lo deje, que se retire y que tenga una jubilación tranquila. Sin embargo, se preparó física y mentalmente para este Dakar nuevo, desconocido, en una Arabia Saudita que a pesar de su hermetismo cada día conocemos más. Sainz no puede estarse quieto. Tenía que comparecer.
Quizás aquel día, el del despiporre con su personaje, cuando se quedó a 500 metros de ganar en el Rally de Inglaterra para ser campeón del mundo y el coche le dijo que hasta aquí hemos llegado, forjó esa piel dura que se necesita para competir en un Dakar. «Las canas sirven de algo», aseguraba en la previa a la última etapa. Como para no ser precavido. A pesar de la complejidad de estas ediciones, su navegación fue fantástica: minimizó errores hasta su llegada a la cima por tercera vez. La experiencia es un grado.
A sus 57 años ya no debe verse afectado por las bromas o por los guiñoles. No sabemos sus planes para el futuro. Para este Dakar no era el favorito y ahí lo tienes, con otro más, campeón sin ser el favorito. No era nada fácil. No tiene pinta de que le vaya a hacer mucho caso a su mujer con un retiro entre palmeras y crema solar. A él le gustan las dunas, las reparaciones en el desierto y las cuentas de la lechera con los minutos de distancia con sus perseguidores. El adiós tendrá que esperar un poco más.
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