Ya nadie habla de flores ni milagros. La segunda parte del Real Madrid en Cardiff sirvió para convencer a los que argumentaban los éxitos del equipo de Zidane gracias a un teórico jardín de tréboles del francés.
No eran amuletos de la suerte, sino la plantilla con más talento de media de toda la historia. Keylor volvió a tiempo para quedarse, Ramos es el mejor imán del vestuario, el caótico Marcelo ordena el ataque, Casemiro corrige los borrones de sus compañeros, Modric tranquiliza a un ansioso cuando está a su mejor nivel, Isco es pura magia y Cristiano ha elegido cambiar ser el más goleador siempre para ser el más decisivo.
A eso añadamos la templanza de Kroos, la pausa de Benzema, los impulsos de Carvajal y la fiabilidad de Varane. Más el banquillo: la carta de presentación de Asensio como futuro top 3 mundial, la fiel relación de Morata con el gol, las revoluciones de Lucas, los chispazos de James, la solvencia de Kovacic, el multiusos de Nacho…
Todo eso lo gestionó Zidane de la mejor manera que podía hacerlo para conseguir un doblete que en el Madrid no se conquistaba desde el año 58. Con la segunda parte frente a la Juve, maniatando a la mejor defensa de Europa, el Madrid se olvidó de los milagros, del minuto 93 y de los penaltis, para sellar un estilo ganador más allá de la fe. También se domina en el juego, no sólo en el marcador.
Pero la gran virtud de este Madrid en el tramo final de temporada ha sido la calma. Un equipo acostumbrado históricamente a vivir en la taquicardia decidió aplicar tila y balón. Lo hizo tras el 2-0 del Atleti en el Calderón y lo volvió a repetir en la final tras el gol de la Juve. No pensó en lo que podía pasar sino que hizo lo que quería que pasara. Y eso es mérito de Zidane. Ya nadie discute al entrenador ni al equipo. No era cuestión de suerte, ha sido el mejor sin discusión.