El fútbol lo mueve el talento. No sabremos si comprar el manido discurso reciente a colación de la Superliga, ese de que el aficionado quiere ver a los grandes clubes. Existirán dudas al respecto. Sin embargo, me atrevería a decir que lo que sí quieren ver los hinchas son futbolistas que les generen sentimiento, que despierten su emoción. Se ha extendido el mensaje de que el fútbol no es nada sin los aficionados. Y es cierto. Pero tampoco lo es sin sus protagonistas, sin aquellos que llevan consigo el espíritu máximo del balompié. El fútbol, obvio, tampoco sería nada sin los futbolistas y, en concreto, no se podría entender sin los genios capaces de generar pasión.
Nico Melamed es uno de esos genios diferentes que, de vez en cuando, emergen para elevar el nivel del deporte rey. Insultántemente joven, con 19 años debutaba en la máxima categoría con el Espanyol y menos de un año después la sensación es que su progresión será imparable, porque la clase se le cae a borbotones. Su fútbol engendra emociones diversas: atrae, embauca, seduce y encandila. Genera adeptos porque ante la excelencia sólo queda someterse, entregarse y agregarse a la causa.
En cualquier caso, clase y talento pueden manifestarse de manera diversa. Contar con el descaro de atreverse sólo está en poder de unos pocos elegidos. Esa capacidad también se encuentra latente en el futbolista de ascendencia argentina, que hipnotiza al balón con sus habilidades. El joven atacante es como el malabarista que deleita al gran público, engañando a los sentidos y regateando a la evidente realidad. No le deben perder de vista, porque una estrella comienza a brillar y, por inercia y proyección, su esplendor amenaza con deslumbrar en una nueva constelación, entre todo un conjunto de nuevos astros del balón.
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