Ayer volví a casa paseando durante una hora. Toda una bendición en tiempos de teletrabajo, donde los huesos se atascan y la mente pide un poco de aire fresco. En plena Gran Vía de Barcelona, ajena al ruido del tráfico gracias a Spotify, me detuve unos instantes en un semáforo. Suficientes para observar unos edificios, idénticos en su estructura y diversos en su tonalidad. Algo me resultó todavía más sugerente. No me había detenido nunca a pensar en la vida de los balcones, relato de los que habitan tras sus puertas. Los hay que exhiben el secado de ropa, los que dejan reposar la bici de montaña hasta la salida del fin de semana, los que son trastero de todos esos juguetes que ya no caben en el interior, los que advierten del ibuprofeno matinal con un par de botellas de vino vacías encima de la mesa que, digamos por olvido, no se recogieron. Los que están llenos de vida con numerosas flores con un contraste de color que te recuerda, por si se te había olvidado, que hoy es primavera, los que tienen una simple silla que es cómplice de rayos de sol y lecturas sosegadas como escapatoria del estrés, o los de altas alturas, privilegiados de que les alcance para bailar un tango y coquetear con el romanticismo.
Por la noche, de algún modo, Neymar volvió a recordarme esos balcones. Porque también tiene esos momentos en el juego, que se detiene, sin cascos y con balón. Pone el modo pause para observar qué hacer en esos espacios reducidos, a sabiendas de las costumbres del jugador que habita en ese lugar. Hace una lectura robótica. Frena, parece que arranca pero sigue quieto con el cuero pegado y el desparpajo exhibido. El rival no se atreve a entrarle, intenta aguantar para adivinar su movimiento. Sin embargo, se sale con la suya. Una mente privilegiada que, afortunada en dosis de fantasía, elige el movimiento preciso para superar al contrincante. En el fútbol, el regate es de las cosas más bellas. Una mera protección al cuero transformada en deleite. Ya sea en un modo clásico, con un caño o con una cola de vaca para darle salida al balón en esa pequeña terraza de baile. Lo lleva en la sangre.
Uno pasa por alto, o incluso no presta demasiada atención, si la fortuna no le sonríe en los últimos metros, porque la sonrisa la llevas puesta tú en cada uno de sus ataques. La dibuja de manera inevitable. Fusiona su inspiración y tu gozo. Alterna posiciones, pisa tantas zonas como se le antoja, en un repertorio de brincos estéticos y habilidad técnica que tejen un argumento para reconocer esa creatividad con la pelota que tanto ensalzamos. La que asume riesgos por seguir con ella o perderla. Tan única y necesaria para romper la monotonía.
Algunos le ponen en duda en un juicio de efectividad, otros gritan su gran debilidad por cada uno de sus movimientos a los cuatro vientos. Neymar es consecuencia de un imperio indestructible creado por Messi y Cristiano y cuando empezó a confeccionar el suyo, no le quedó otra que hacerlo en aquel espacio trasero. La realidad es que desde hace tiempo su poder creció sustancialmente. Y reivindica en Europa, para los que no le siguen de cerca los fines de semana, el alcance de su juego. En recitales donde acudir a las extraordinarias cifras de sus estadísticas es una simple confirmación de evidencia de un talento innato.
Ayer vi en Twitter – no recuerdo a quién, pido disculpas por ello – que en un documento Word, si señalas una palabra y pulsas shift y F7, te ofrecen todos sus sinónimos. Quizá muchos ya lo sabéis, pero yo lo desconocía. Pensé en usar el truco por si me servía de ayuda en algún momento, pero Neymar me ha hecho sentir culpable cada vez que lo he probado. Te sientes mal por buscar el chivatazo frente alguien que imagina y traslada con tanta facilidad sus sensaciones al esférico.
No sé a quién bancaban en los salones que se esconden tras esos balcones, ni siquiera si les gusta el fútbol. Pero imagino que en algún lugar algunos bebieron para olvidar hasta el punto de recurrir al Ibuprofeno por la mañana y que otros tuvieron energía para danzar hasta altas horas de la madrugada. En lo que todos pudimos coincidir, es en ver una de las mejores eliminatorias de Champions de los últimos tiempos. Donde Neymar, bailando en esos pequeños miradores, rubricó 90 minutos para que uno no pensara en nada más que en fútbol. Los mejores partidos suceden en la mente del jugador que imagina hacer algo diferente. Y esa es la mejor definición de lo que puede suceder en el terreno de juego.