Estaban apaciguadas tras la coraza de campeona. Semiocultas ante la luz de los focos. Aletargadas en un maremágmum sentimental interno convertido hoy en catarsis.
La presión interior apretó y prendió la mecha de la impotencia. Afloraron los meses previos. Se quemaron sensaciones ásperas. Se diluyeron, entre cenizas, que son bálsamo humano y hoja en blanco en forma de temporada de hierba. Séneca decía eso de que «no hay mayor causa para llorar que no poder llorar». ¡Qué razón tenía!
Muguruza emprende ahora una nueva marcha. Lo hace dejando atrás semanas indómitas. Noches en vela. Capas de una felicidad superflua y, como todo lo superfluo, engañoso. Garbiñe no era Garbiñe hasta hoy. Hacía falta una situación límite para despertar a las lágrimas de su sueño. Para despertar a la hispanovenezolana, a su vez, de una pesadilla consigo misma.
Roland Garros debía ser el escenario. Allí el sollozo, el curso pasado, fue bien distinto. La noche y el día. En medio, un público francés que puso la música a todo trapo. A un volumen suficiente como para increpar a la fragilidad que separa la cumbre de lo meramente terrenal y llano.«Cuando pierdas, no pierdas la lección», decía aquel. Hoy la lección fue un golpe de realidad translúcida, hasta la fecha.
«Va a sonar raro pero estoy contenta de que esta etapa haya terminado. Quería llegar lo más lejos posible pero ahora todo el mundo va a dejar de preguntarme sobre este torneo, va a ser como poder mirar por fin hacia adelante», comentó ante los medios.
Garbiñe se lava la cara para recargar el depósito de la ilusión. Para volver a ganar y convencerse a sí misma de que en el tenis, como en la vida, todo depende de un engranaje mental. El que cambia el horizonte de mira. Muguruza observa ahora, de frente, a su yo. En el espejo francés, tras la lluvia, ya brillan, de nuevo, sus ojos.