En la vida, morimos muchas veces en la orilla, aunque no lo apreciemos así. Morir en la orilla es ese examen que queda en un 4,5 después de pasar toda la noche trasnochando con los apuntes mientras se te pegan los ojos. O ese intento en la disco, con tanteo de miradas, bailes y copa, mientras observas que finalmente se va con otra. Es pasar tres filtros de entrevistas de trabajo para que todo quede en un: ya te llamaremos. Es acostarte en la cama y que a los 30 segundos llore el bebé. Es la ley de Murphy que, tras estar dispuesto a dar el primer bocado, asegura que la tostada ha caído por el lado de la mantequilla. Es hacer un puzzle de más de 1000 piezas y que, cuando te encuentres en el tramo final, te des cuenta de que se ha perdido una. Es aquel bizcocho que se te quema la noche antes de un cumpleaños. Y en el contexto balompédico, no iba a ser menos.
El playoff puede resultar ilusionante y doloroso, pero todos comparten previamente ese mismo anhelo. Ese que te dice: ¡esta vez sí! Y empujas, con tus ganas, con tu deseo. Esa pequeña zona geográfica pone todo patas arriba. Es algo colectivo, como si la señora de la mercería o el camarero del bar de la esquina también estuvieran en el área para empujarla. Es un sentimiento en su máxima expresión. Es pertenencia, es vinculo, es un apretón de manos en ese estado de nervios y fe, es recordar con quién gritaste cada balón que rozó el palo y ya no está.
Todo el poder que posee un playoff puede esfumarse en cuestión de segundos. Por el rival, el azar, o lo que se le antoje al cuero. Mientras los grandes tienen tanta voz en la disputa, los pequeños sufren el fin de sus expectativas y aspiraciones en silencio. Te aferras a ese minuto, esperando ese centro preciso mientras quieres taparte los oídos para no oír el silbato. Lo lloras, con los tuyos. Con el vecino, con la señora de la mercería y con el camarero. Porque una temporada llena de trabajo y esfuerzo desaparece, como cuando soplas esos granitos de arena que se han asentado en la palma de tu mano. Y te preguntas, ¿cuántas brazadas quedan para poder tocar con los pies?
Morir en la orilla es haberlo intentado. Y aunque la tristeza acapara cada segundo y no puedas ser consciente, has vivido algo indescriptible. Porque esa mezcla de adrenalina y angustia solo puedes sentirla bajo esta incondicionalidad por el escudo, en esa acumulación que suma de 90’ en 90’, con los rayos de sol importunando tus ojos o tapado hasta arriba y con la nariz roja. Cuando pasen los días, te darás cuenta de que, por muy incongruente que parezca y aunque sea desolador, quizás hay que morir en la orilla para terminar pisando tierra firme. Allí, donde todos querían llegar, sin tocar de puntillas.