Mi primer recuerdo de vida está relacionado con el fútbol. Ya con tres años, me pasaba las horas con un balón bajo el brazo. Allá donde mis hermanos tenían partido, ahí estaba yo. Me gustaba llegar antes siempre. Con un poco de suerte, el campo no estaría ocupado y yo podría recorrerlo de una portería a la otra conduciendo la pelota entre una nube de polvo y cal que se usaba antes para delimitar las líneas del campo. El oficio de llevar ese carrito lleno de cal para convertir una explanada de tierra en un campo de fútbol me parecía algo mágico.
De vez en cuando, me encontraba con otros niños para montar partidos improvisados en cualquier rincón del recinto. Aquello era la felicidad completa.
Can Rull es un barrio de Sabadell, mi ciudad natal. Antaño, se organizaba un torneo muy prestigioso a finales de junio. Llegaban equipos de todos los rincones de Europa en categoría cadete y juvenil para jugarlo. Allí me pasaba yo de jueves a domingo, con mi balón como fiel acompañante. Soñaba con jugar algún día ese torneo.
La edad mínima para formar parte de un equipo eran los siete años. Yo entonces tenía cinco, así que tenía que ver los partidos desde fuera. Una desolación absoluta. Una gran injusticia.
En uno de esos partidos, el entrenador del Can Rull de prebenjamines, viendo mi desesperación por no poder jugar, me prometió que me dejaría jugar un rato. No sé exactamente cómo sucedió todo, pero en una tanda de penaltis, el entrenador me llamó, me puso una camiseta que me llegaba a los tobillos y me dijo que faltaba el último penalti por tirar. Mi turno había llegado. Los que vieron aquella escena aseguran que cogí carrerilla hasta el centro del campo de fútbol7 y chuté rasó, al centro. El portero, como por arte de magia (guiño guiño) se dejó caer a un lado, incapaz de detener el lanzamiento flojo de un niño de cuatro años. Aquello fue tan real que me hace sonreír bajo la mascarilla mientras escribo este artículo montado en el AVE. La sensación de que en el fútbol todo es posible, que el balón es capaz de derribar cualquier barrera. Con esa idea crecí.
Han pasado los años y mi pasión por el fútbol se ha cimentado en aquel penalti. El espíritu de superación. Entrenar, mejor para ganarse unos minutos el domingo. Trabajar duro para aprovechar las oportunidades. Un último circuito de fuerza durante los entrenamientos físicos para ganar una décima de segundo el domingo al jugador rival. Defender con uñas y dientes un resultado contra un equipo superior. Asumir las derrotas como parte del aprendizaje. La cultura del esfuerzo y el talento por encima de los tratos de favor. Una idea utópica, pero un modelo de vida al fin y al cabo. Y con esos valores, uno puede andar con la cabeza bien alta a todos lados. El mérito por encima de cualquier otra circunstancia externa.
Ahora, viéndolo desde fuera como comentarista y aficionado, me entusiasman las historias de superación inesperadas. Cómo la familia de Alphonso Davies huyó de la guerra civil en Liberia, encontró asilo en Canadá y ahora el muchacho es campeón de la Champions League. No importan el origen ni los obstáculos. Si quieres, tienes el talento y, obviamente, te acompaña la suerte necesaria, puedes. Así es el fútbol tal como lo concibo. Por eso nos emocionamos con el Alavés finalista de la UEFA, el gol del adolescente Kluivert que le dio la victoria al Ajax en el 95 o la Premier League del Leicester City hace cinco temporadas. A muchos nos apasiona el fútbol porque en el fondo nos gusta ver a gente que consigue grandes gestas contra pronóstico. Once contra once, cada uno con sus armas.
Ahora que la Súper Liga Europea está asomando a la vuelta de la esquina, gran parte de todo eso se rompe. Cierto es que últimamente las distancias económicas entre clubes estaban ensanchando las diferencias. Había que cambiar el modelo, eso está claro, pero ahora el alma de este deporte va a mutar también. En un coto cerrado de élite, no quedará espacio para que otros, más mundanos, puedan soñar. En una competición en la que claramente prima el volumen monetario por encima de los méritos recientes o la historia de los clubes en muchos casos, muchos de los valores del fútbol, ya magullados, quedan heridos de muerte.
Lo que viene será algo distinto. Bajo la bandera del entretenimiento, nos van a cambiar la esencia del balompié. Veremos qué tal sale esto.
Solo puedo acordarme de ese niño de pelo afro, dientes separados y sangre en las rodillas cuando le llamaron para lanzar el penalti definitivo. Si me hubieran excluido, si las barreras hubieran permanecido insalvables, seguramente mi pasión por el fútbol no sería tan férrea. Quizá el mensaje de ‘tú no tienes derecho a soñar’ me hubiera expulsado de esta bendita locura. Se avecinan tiempos difíciles para los románticos.
Imagen de cabecera: ImagoImages
Sabadell, 1984. Futbolista, colaborador en varios medios de comunicación como beIN Sports, Radio Marca o diari ARA. Analista de fútbol africano y 6 veces internacional absoluto con la Selección de Guinea Ecuatorial.
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