Cuando yo tenía once años no sabía nada de la bachata ni del flow. Tampoco sabía que el día que cumpliría doce, lloraría al ver como España volvía a quedarse a las puertas de la semifinal y, sobre todo, al ver a Luis Enrique ensangrentado. En esa mezcla de sentimientos, donde reinaba la impotencia, el paso de La Roja por Estados Unidos llegaba a su fin, una vez más, en la maldición de los cuartos. El asturiano era un jugador querido y odiado a partes iguales en territorio nacional, pero cuando llegaba el calor del verano todos cabían debajo del mismo paraguas si se ponía a llover inesperadamente. Hasta a los que más le detestaban les dolió ese codazo que Sándor Puhl no vio. ¿Y si hubiera expulsado a Tassotti y España hubiera marcado ese penalti? Quizá, con uno menos y el músculo de los de Clemente para afrontar la prórroga, España habría abrazado la antesala de una final por primera vez. O tal vez no. Y si… De poco sirve excavar en el pasado, dar rienda suelta al pensamiento contrafactual.
Si alguien sabe hacerle trampas al razonamiento excesivo es el propio Luis Enrique. Que sabe quitarle hierro al asunto. Práctico y resolutivo, sin irse por las ramas. Y con ese toque característico de sus respuestas, avispado y electrizante. Una genialidad táctica. Ya lo hizo con Mauro: “Yo creo que me quedó la nariz hasta mejor”. Y lo hace también cuando tanto se pregunta por su contrato: “Esto de no renovar lo he hecho principalmente por vosotros. Porque fíjate que si luego el Mundial sale una cagada terrible, vais a tener que estar pidiendo ‘hay que echarlo, hay que echarlo de todas maneras que tiene todavía cuatro años de ese contrato. Hay que acabar con él’. De esta manera, como no voy a tener contrato, al acabar, si las cosas salen muy mal a lo mejor seguimos para tener un poco más de bachata, y si no, pues ya no tendréis que pedirlo. Me iré tranquilamente y no pasa nada”. O bien: “cuando hay flow, no hay nada que firmar”.
El ruido parece siempre inevitable. Persistente e insaciable. A esta Selección se la golpeó antes de que empezara a jugar la Eurocopa 2020. Sin embargo, llegó más lejos de lo que muchos imaginaban. Aquella fantástica Italia que resultó campeona, constructiva y refinada, no supo brillar esa noche como lo venía haciendo. La Roja la puso en aprietos, sintiéndose superior desde la posesión. Los de ‘Lucho’ salieron por la puerta grande, pero con el tremendo dolor que atizan los once metros. La sensación de satisfacción tiró por los suelos las dudas y las críticas sobre la convocatoria del seleccionador. Los nombres para sus citas suelen llevar alguna sorpresa que causa revuelo. Quizá es tan fácil como confiar en su criterio y en su trabajo al elegir las piezas más idóneas para llevar a cabo su modelo de juego.
La Selección sigue haciendo camino hacia Qatar. A ese Mundial que va sobrado de billetes y carece de ética. Ese que nos ha quitado la sensación de los rayos de sol, las largas horas de luz y las mangas cortas. Al que se le espera a regañadientes. Luis Enrique ha logrado dotar a España de identidad. Una agresiva presión, dominar los espacios, tener la pelota en campo contrario. Ha creado un equipo de autor en tiempo récord. Ha sido valiente en su apuesta, afinando con esos perfiles donde encuentra la solución a su idea, independientemente de rendimientos y edad. Ha convencido a los suyos para que lo tengan tan claro como él. Y ha seducido a los que se ilusionan de nuevo. Andamio, pantalla, y mucho flow.
En 1994 no se perreaba y tu crush, simplemente, era el chico o chica que te gustaba. Ni siquiera necesitabas un smartphone ni recurrir a los emoticonos para hacérselo saber, porque bastaba frecuentar el parque o enviar cartas escritas a corazón abierto con boli y papel. El Mundial era ese momento esperado, que se hacía rogar con su larga espera. No sabíamos de bachata, a pesar de ser un estilo musical de los años 60, ni de juerga. Lo que sí sabíamos es que Luis Enrique era de los nuestros y que estaba dispuesto a dejarse la cara y lo que hiciera falta por esta Selección. Los tiempos han cambiado, pero hay cosas que siguen intactas.
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