Luis Enrique llegó al Barça para levantar un equipo hundido. Su idea –convertirlo en más vertical– necesitó un tiempo de adaptación y el técnico asturiano llegó a tener pie y medio fuera en enero de 2015. Los malos resultados y el juego irregular le estaban consumiendo progresivamente. No obstante, una noche mágica –el 3 a 1 vs Atlético– y una reacción prolongada hasta junio superlativa, con un fútbol excelso de alternancia entre control y verticalidad, le acabó salvando. Volvió la mejor versión de Messi, nació el Barça más vertical y cayó el segundo triplete de la historia culé. Un sueño de hadas.
La segunda temporada estuvo marcada por la sensación de superioridad. El equipo ganaba y lo hacía con contundencia. El objetivo era reeditar el triplete, convertirse en el primer equipo en ganar dos Champions consecutivas y, consecuentemente, hacer historia. El equipo daba garantías, el entorno creía. Pero la temporada se truncó en un abrir y cerrar de ojos. El último parón de selecciones terminó de matar a los azulgranas. Los jugadores llegaron físicamente exhaustos al tramo determinante, el Atlético le pasó por encima en cuartos de la Champions y el Madrid por poco no le arrebata la Liga. Doblete, pero sensación agridulce. Sensación de que el triplete podía haber sido posible.
Esa sensación de haber querido y podido pero naufragado en el último puerto llevó al Barça a realizar una renovación profunda de la plantilla. Una más. A lo 2014 con la llegada de Luis Enrique. En esta ocasión, los elegidos cumplieron todos un mismo perfil: bueno, bonito y joven. Cambio barato por joven –la mayoría tenían 22– porque casos como el de Alcácer o André salieron más caros de lo que deberían. Las incorporaciones, en teoría, parecían un acierto: gente joven con talento, ganas de comerse el mundo y tiempo para moldearse. El tiempo ha demostrado que, salvo Umtiti, la renovación no cuajó. En efecto, tercera temporada muy irregular, con una defensa muy condicionada por la falta de un lateral derecho titular que liberase a Roberto, un centro del campo inexistente y una delantera de altibajos. Ni un Messi superlativo ha podido salvar los muebles. Ganar o no la Copa contra el Alavés no debería condicionar la visión global de la temporada: ha sido la más floja y, por ello, el cambio de técnico llega en el momento adecuado.
El Barça se planta en la final copera como máximo favorito. Los números le avalan. Desde 2014, desde aquella mítica final contra el Real Madrid, la Copa ha sido cosa suya. Dos títulos y el sábado podría caer el tercero consecutivo. Son ya cuatro finales seguidas. Poca broma. Luis Enrique es el rey del torneo: ha dirigido 14 rondas, incluidas dos finales, y solo ha concedido cuatro empates y una única derrota, producido en esta edición contra el Athletic (2-1). El resto de encuentros los cuenta por victorias: 21.
Pase lo que pase, y a pesar de la irregularidad de esta temporada, el paso de Luis Enrique por el Barça debe ser valorado como positivo. El equipo estaba muerto y él lo resucitó. Logró sacarle una sonrisa al barcelonismo, devolverle la ilusión, el hambre. Logró recuperar la mejor versión de Messi. Puede que esta campaña no haya sido la mejor, pero es que incluso así el equipo ha estado a un partido de arrebatarle la Liga a un sólido Real Madrid, tiene todas las papeletas de llevarse la Copa y en la Champions ha sido eliminado por el que ha sido uno de los mejores equipos del torneo. Y sí, pese a ello no deja de ser un balance insuficiente, pero globalmente Luis Enrique merece ser bien recordado.