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Lo que me enseñó Galeano

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“Y yo me quedo con esa melancolía irremediable que todos sentimos después del amor y al fin del partido”, Eduardo Galeano.

Antes de leer a Galeano, yo no sabía nada de fútbol. Sabía de jugadores, de jugadas, de reglas y de balones, pero no de fútbol. Y hay quien preguntará qué más se ha de saber. Quizá parezca absurdo creer que hay algo más detrás de la maravillosa descripción que nos regala la Real Academia de la Lengua cuando buscamos en sus páginas o enlace tan preciado deporte. Dice así: “Juego entre dos equipos de once jugadores cada uno, cuya finalidad es hacer entrar un balón por una portería conforme a reglas determinadas, de las que la más característica es que no puede ser tocado con las manos ni con los brazos”.

Una definición limpia, concisa, clara e informativa de la mecánica del deporte balompédico. Y ese es el conocimiento medio del que hablo, ese entender a medias el deporte que a tantos apasiona. Un deporte que mueve los corazones de millones de personas en el mundo, que hace vivir con intensidad cada jugada errada o lograda. Nada de lo que dicen esas cuarenta y tres palabras define ese “no se sabe qué” que despega la razón del balón, que nos hace perder los nervios, que nos hace sudar, que nos llena de vilezas y de virtudes, que nos mueve erráticamente o nos guía inexorablemente hacia profundas emociones muy vivas en nuestro interior. Nada de lo que en realidad mueve y logra esos actos es definido en esa sentencia académica.

Antes de Galeano, yo no entendía nada de eso. No me emocionaba, no sufría, no entendía y por supuesto… no escribía. Ni dos líneas era capaz de juntar acerca de un equipo o de una afición. Y en pocas ocasiones conseguía verme reflejado en los ojos vidriosos de mi padre al recordar la final de 1992 en Wembley, cuando su equipo lograba lo que tanto habían ansiado ante los ojos de Londres y del mundo. Yo no entendía nada. El balón entró. Era su deber. Nada más, eso dice la lógica. Pero ese día la familia cenó junta. Vivió una emoción común. Sintieron juntos, lloraron juntos. Y ahora, con distancia, lo entiendo. Y es que no es fácil verlo sin leer a Galeano. A mí me enseñó a ver cómo palabras como ‘sentimiento’ y ‘amor’ podían juntarse con ‘colores’ y ‘balón’ sin despeinarse. Y aludiendo a esa “maravillosa capacidad de sorpresa” que afirmaba tener el fútbol, me sorprendí grandiosamente llorando también, años más tarde, por otro logro en Paris, también junto a mi padre.

Y es que el fútbol no es solo balón, césped y jugadas. El fútbol es de quien lo siente y es lo que se siente… y de eso Eduardo Galeano sabía mucho. De sentir. De querer mirar la vida desde el cálido prisma de lo sensitivo, de lo real, de lo emocional. De ese cálido sistema para hacernos creyentes de una fe inquebrantable a un deporte que año tras año y a pesar de que cada vez es menos de lo que un primer día, siendo chicos, en un parque con un balón y tres líneas pintadas, descubrimos estar enamorados, seguimos siguiendo y amando. A pesar de que como bien adelantó el maestro, la industria “hace todo lo posible por castrar esa energía de felicidad”, seguimos inquebrantables, al lado de ese amigo que nos besa el alma. Como besaron a la pelota los trazos y las líneas que en sus libros ilustraban el amor que él mismo sintió y reveló por el balompié. La besaron como la tocaron Zidane o lo hace Pirlo. La entendieron como lo hace Guardiola o lo hiciera Aragonés. Como lo hiciera en ese estadio de Maracaná la sorpresa que guardaba el resultado cuando la bota de Ghiggia fusiló la red de Barbosa. Cuando miles de personas cantan a la vez el “You´ll never walk alone” en Anfield.

Y es que Galeano nos enseñó a definir el fútbol como algo más que un deporte. Como un elemento social y humano, no desprovisto de sentimientos. En cada jugada va encerrado algo que en muy pocas ocasiones fue tan bien definido como en pluma de Galeano, el escritor de la belleza y de la miseria del fútbol. Supo ver más de lo que se veía, nos dio a muchos la necesidad de seguir al balón hasta más allá de la red, de ver que tras una jugada de gol hay diez mil voces lamentando o celebrando, diez jugadores rendidos y otros diez victoriosos, que en cada mente de todos ellos existe una historia, que en los banquillos y vestuarios sigue vivo ese espíritu de pegarle a la bola en un parque, aunque la “industria” intente someterlo o corromperlo. Que detrás de los burdos modos y la violencia, detrás de ese bloque de normas y de trampas, existe algo más que nos susurra que el fútbol puede mover a millones a mirar un Mundial, a unirnos todos en una voz, a sentirnos cerca a miles de kilómetros. Que es un motor de cambio, un fenómeno social que hemos de cuidar.

Y que gracias a ese misterio somos capaces de vibrar y sudar como los que juegan. De recordar que por mucho que esto cambie, el fútbol es más que un balón rodando, que hay historias vivas y muertas y que todas merecen ser contadas. En ello estamos, Eduardo. Tu legado sigue aquí. Seguiremos hablando de lo que amaste, de lo que amas, de lo que nos enseñaste a definir mejor… Porque ha de quedar claro que hoy yo no habría sabido escribir este texto si no fuera por ese valor que Galeano le dejó al fútbol, a los aficionados, al alma de un deporte. Que sin él entenderíamos de peor manera que ese motor puede mover más que a un balón hasta dentro de una portería… Y es que antes de leer a Galeano, yo no sabía casi nada.

Descanse en paz, maestro.

 

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