Se cumplen treinta años de la denuncia oficial de Jean-Marc Bosman que cambió el fútbol para siempre. Parecía un caso insignificante llevado a los tribunales por un jugador insignificante en una liga insignificante. Como sabemos, Bosman argumentaba que la negativa de su club, el RFC Lieja, a dejarle abandonar el mismo al final de su contrato para irse a la segunda división francesa con el Dunkerque, violaba la libertad de circulación para los trabajadores que promulgaba la Unión Europea. Como a un cierto virus que lleva amargándonos todo el año, la gente no le dio importancia al principio y cuando se le empezó a prestar atención ya había puesto el mundo patas arriba.
Era inicios de los años 90 y el mundo estaba cambiando a una velocidad tremenda. Las fronteras que había parido la Segunda Guerra Mundial se desmoronaban y las selecciones afiliadas a la UEFA, como consecuencia, se multiplicaban. Lo decimos siempre, entre 1989 y 1992 a Europa y a su fútbol se les ata a la camilla del cirujano plástico y a lo que sale de quirófano no lo reconoce ni la madre que lo parió.
Cae la Football League, la competición liguera más antigua del mundo, y es sustituída por una nueva liga, elitista y liderada por el Big Five del fútbol inglés de la época (Liverpool, Manchester United, Arsenal, Everton y Tottenham), que junto a la emergente televisión por satélite conseguieron su viejo anhelo de dejar de preocuparse por el bienestar de la competición y todos sus clubes para simplemente centrarse en sus propias arcas. Es el mercado, amigo.
Por algo parecido pasa la Copa de Europa, joya de la corona del fútbol europeo, que introduce liguillas para darle a los grandes un pequeño colchón que amortigüe los traspieses de principios de temporada que la vieja orejona, con sus eliminatorias a cara de perro y su sorteo puro no permitían. Ya sabemos qué consecuencias traería para las ligas y para las otras dos competiciones continentales de clubes. Había que asegurar que los grandes nombres estuviesen presentes cuanto más tiempo mejor. Es lo que quería el espectador. Es el mercado, amigo.
El propio juego en sí había entrado a finales de los 80 en una fase cavernaria, cada vez más defensiva y más oscura que culminó con un Mundial de Italia lleno de historias y drama pero escaso de fútbol ofensivo y una Eurocopa del 92 donde los daneses se pasan el partido cediéndole el balón a su portero como medida de seguridad. La FIFA dijo basta y cambió un par de reglas que serían decisivas para desmontar aquel entramado y, como consecuencia, transformar el fútbol para siempre. La primera fue la regla del back-pass. De la cesión al portero, vaya. Los guardametas ya no podían recoger el pase de sus compañeros con las manos, lo cual creó cómicas escenas en los primeros años, pero a la larga ha hecho el juego más rápido que nunca y ha abierto las puertas a la presión salvaje que vemos hoy en día. Cuando veais partidos de antes del 92 y el ritmo os parezca realmente lento por momentos, es porque lo era. El gegenpressing no tenía lugar ni motivo de existencia cuando se podía desactivar con un pase seguro a tu portero que luego podía poner la pelota en órbita cayendo esta a espaldas de tu defensa adelantada.
Ligada a este cambio estaba también la segunda regla de la que hablaremos, por la cual el jugador que estaba en línea con el último defensa pasaba a no estar en fuera de juego, y además desaparecería el fuera de juego posicional. La ley anti-Milan. Los rossoneri de Sacchi martirizaron a Europa durante unos años con su aplicación de la trampa del fuera de juego. Baresi levantaba la mano, salían a toda velocidad y todo lo que se quedaba atrás o en línea invalidaba la jugada. En un fútbol donde el desborde estaba en peligro de extinción, esta regla mataba una cantidad de ataques desproporcionada.
Por último, para promover el juego ofensivo y el ir a por la victoria, se decidió que esta valiese bastante más que un empate. Se instauraron los tres puntos por partido ganado, que llegado el momento mataría la famosa media inglesa (victoria en casa y empate fuera), que había sido máxima y medida del buen rendimiento durante más de un siglo.
La combinación de las tres reglas debía hacer el juego más atractivo y ofensivo, justo a tiempo para vendérselo a los americanos en su Mundial del 94. Es el mercado, amigo.
Porque hasta en eso habían metido las narices los yankis a principios de los 90. Libres del contrapeso soviético, la era de oro de la diplomacia, el marketing y la propaganda americana había comenzado. Les duró más o menos un lustro antes de que la gente se diese cuenta de que no era oro todo lo que relucía.
Mientras el fútbol cambiaba siguiendo el ritmo de otros ámbitos de la vida, el amigo Bosman seguía luchando por su derecho a trabajar donde quisiese, como buen ciudadano europeo. Era un momento en el que el sentimiento europeísta, la ilusión por la nueva patria común que había dicho Maragall en Barcelona 92, estaba en auge. Europa había salido ganadora de la Guerra Fría como acompañante de lujo de Estados Unidos y suponemos que la ilusión por la nueva Unión escondía también un poco de alivio. Ese que solo se consigue cuando los SS-20 soviéticos dejan de apuntarte o al menos se distraen por un rato. Europa no iba a ser campo de batalla de nuevo. Obviemos lo que estaba pasando en pleno corazón de la misma, en los Balcanes.
El caso es que mientras Bosman seguía liado entre juicios, recursos y pagos a abogados, el fútbol europeo se había internacionalizado más que nunca. La caída de las democracias populares en Europa del Este había liberalizado sus mercados. En términos futbolísticos esto equivalía a talento excelente a precios relativamente bajos llegando a todas las ligas de Europa occidental. Esto unido al límite de extranjeros de los campeonatos nacionales había democratizado el juego. Casi todos los equipos podían aspirar a extranjeros de calidad. Lo que se venía en 1995, cuando la Ley derivada del caso Bosman salió a la luz, iba a provocar una supernova. Siguiendo la legislación laboral europea, cualquier ciudadano de la Unión podía trabajar libremente en cualquier país miembro de la misma. Eso abolía el límite de extranjeros. Las televisiones volcaron millones sobre las diferentes competiciones domésticas y la apuesta por el fútbol en la pequeña pantalla y en pago por visión se completaba. El efecto aspiradora de Europa occidental comenzaba. El Este quedaba despojado de sus mejores jugadores mientras los clubes luchaban por la supervivencia en medio de la transición del sistema comunista al capitalismo más salvaje. El Oeste, por su parte, veía como en casi cualquier partido te podías encontrar a una estrella mundial.
El problema de lo que el caso Bosman provocó es que la aspiradora nunca se ha apagado. Y ya no solo se trataba de jugadores profesionales, hechos y derechos. El mercadeo de futbolistas en edad juvenil se disparó. En cuanto el Este estuvo limpio le tocó a Sudamérica, presa de sus propias cuitas económico-sociales. Y luego a los países más pequeños de Europa Occidental. Todo gravitaba hacia cuatro o cinco campeonatos. La tormenta estaba ya fuera de control. Ahora incluso en esas cuatro o cinco ligas, la aspiradora hacia unos pocos clubes sigue funcionando a buen ritmo. El mundo del fútbol de élite es cada vez más pequeño.
Decía Edward Lorenz que el aleteo de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo. En esto caso, nuestra mariposa se llamaba Jean-Marc Bosman, y su aleteo provocó un huracán. Viendo el contexto sociopolítico y económico de la época en que ocurrió, seguramente hubiese sucedido de todos modos (mismamente Igor Simutenkov logró algo muy parecido para los jugadores de Europa del Este en 2005), pero fue él. Demos todos un fuerte aplauso a los directivos del RFC Lieja.
Imagen de cabecera: Imago
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