Millennials, los nacidos entre el 81 y el 93 (o el 96, según a quien consultes). Aparentemente soy uno de ellos. Se dice que son una generación digital, hiperconectada y con altos valores morales y éticos. Habrá de todo, como en todas y cada una de las demás.
Lo que nos hace especiales a los millennials en los tiempos que corren es que somos una generación que nació en el mundo previo a la aparición de internet y que se ha tenido que adaptar a una nueva realidad digital e hiperconectada, esta vez sí. No solo eso, se nos educó para un mundo que no existe ya, así que aquí andamos arrastrando los viejos vicios de la realidad pre-globalización. En mi caso, mis primeros recuerdos son de un mundo dividido entre capitalistas y comunistas, la caída de un muro que había marcado la vida de las generaciones anteriores, un verano del 92 donde me familiaricé con los nombres de la CEI en la Eurocopa y del Equipo Unificado en los maravillosos Juegos Olímpicos de Barcelona. Daba igual cómo se llamasen, para nosotros eran los soviéticos y seguían imponiendo respeto. Respeto que perdieron a pasos agigantados cuando se convirtieron en múltiples repúblicas de diverso tamaño pero siempre muy cabreadas durante la década de los 90. Y hablando de repúblicas cabreadas, mi infancia incluye imágenes de cámaras temblando ante bombardeos, babushkas cargando con sus enseres y huyendo de sus aldeas en llamas y Arturo Pérez-Reverte conectando en directo desde Sarajevo. Repúblicas pequeñas y cabreadas surgidas de un conflicto intrafamiliar, aquel de la antigua Yugoslavia. Siempre será la antigua Yugoslavia.
Y Ruanda, y la escisión de Checoslovaquia, que para mis alumnos es un país tan imaginario como Mordor o Narnia. Ni que decir tiene que esos mismos chavales se enteran de las cosas (cuando se enteran), por cualquier medio que no sea la televisión y que la radio la escuchan en el coche si es que se han olvidado los cascos del móvil. Lo cierto es que yo también uso esos medios cada vez menos, pero permancen casi testimonialmente como un vínculo a ese mundo anterior al que hacíamos referencia al principio.
Crecí con la transición de la Copa de Europa a la Champions League, con los diversos malabarismos en el formato para incluír una liguilla destinada a dar dinero y un balón de oxígeno extra a los grandes que se dormían un día, algo que la vieja Orejona no perdonaba. Pero al señor Berlusconi le había parecido innaceptable que los campeones de España e Italia se eliminasen entre ellos en una primera ronda de 1987, y con su imperio audiovisual y sus contactos cambió el fútbol. Le pegó el primer navajazo a la meritocracia brutal que imperaba hasta entonces. Había que ganar, había que hacerlo bien, había que tener un proyecto a tres años como mínimo para llegar a triunfar en Europa. Ya no, poquito a poquito, los cambios introducidos fueron matando esa competitividad y ese premiar a los ganadores que marcaba a los equipos que, al final de un ciclo exitoso, levantaban la Copa Intercontinental y lucían el título de campeón del mundo. Ese trofeo era símbolo de un proyecto completado con los más altos estándares de calidad. No deja de ser curioso que aquella meritocracia a la que Berlusconi agredió cuando nadie se lo pidió ahora brille por su ausencia y que sea su querido Milan el que yace medio muerto en la cuneta del fútbol europeo. El karma, dicen.
Bien maltrechos andan también muchos de los clubes que mandaban en el planeta fútbol cuando el joven Vilariño comenzó a seguir el fútbol en serio. Las siguientes líneas suenan tan lejanas que cualquiera que no las haya vivido dudaría si de verdad ocurrieron. El Barça de Cruyff acababa de comenzar su época dorada, cambiando el equilibrio del fútbol español para siempre, tras tomar el relevo del Madrid de la Quinta del Buitre, y estaba a punto de ganar su primera Copa de Europa. El Milan, todavía poseedor de un arsenal formidable, seguía siendo el ogro más grande del continente, donde aún pesaban sus entorchados europeos y las goleadas al Madrid y el Steaua. La versión francesa del propio Milan era otro de los gigantes de la época. El Olympique marsellés de Bernard Tapie era el nuevo rico, la fuerza emergente del contexto europeo, como lo es ahora cierto equipo parisino, y acumulaba estrellas internacionales y francesas en un equipazo de campanillas.
El campeón de Europa venía de los Balcanes, algo impensable a día de hoy, y totalmente asumible en aquel momento dada la increíble camada de talento yugoslavo que inundaba un país que ya ni siquiera quería llamarse así. El Estrella Roja era la punta de lanza, el club de referencia de una época trágica en esa zona de Europa. El último campeón europeo surgido de la inagotable factoria de la Europa del Este. Y así será por muchos años más.
Para completar un cuadro inverosímil, el mejor equipo del mundo asomaba en Sudamérica de la mano de un técnico reverenciado por su estilo al perder. Telé Santana agitaba el abanico y de ahí saldría un huracán que dominaría el fútbol mundial durante los próximos dos años. El Sao Paulo ganó dos Copas Libertadores y sendos entorchados mundiales ante Barcelona y Milan. Esos eran los cinco top, fijáos como ha cambiado la cosa. No voy a entrar en la Sampdoria campeona de Italia, el Werder Bremen campeón de la Recopa (¡ay, la Recopa!), o el Eintracht Frankfurt y su famoso fussball 2000. Ni tampoco en la hegemonía que el Porto empezaba en Portugal ante un Benfica envejecido y en declive.
Los propios portugueses dominaban los mundiales sub-20 y en los sub-17 el dominio venía de África, de manos de los ghaneses. Figo, Rui Costa, Joao Pinto, Baia, Couto, Dimas o Paulo Sousas eran los abanderados de una generación que prometía llevar títulos al país vecino. Nii Lamptey era el fenómeno en el que todo el mundo se fijaba. El nuevo Pelé apadrinado por el propio Pelé. El terror de los torneos juveniles. Su carrera se quedó en nada en trágicas circunstancias. No mucho mejor le fue a sus compañeros de pillerías con los Black Starlets.
Colo Colo venía de ganar la Copa Libertadores y Júnior y Cerezo aún seguían dando guerra. Alemania pintaba a invencible tras la reunificación que unía a un buen grupo de jugadores de la RDA con los campeones mundiales de Beckenbauer. No todo fue tan bonito como parecía en esa Alemania unificada. Y no sólo hablo de fútbol.
Romário, el gran fenómeno del fútbol brasileño, jugaba en el PSV Eindhoven y cada verano amenazaba con irse. El Deportivo de la Coruña, un club modesto y recién ascendido, recibía con los brazos abiertos a dos brasileños que alimentarían los sueños de una ciudad que nunca se había visto en una parecida. El Madrid vivía la decadencia de su camada de canteranos más célebre y sufría la dificultad de darles relevo incluso importando excelente talento de Europa del Este, que se desparramaba por todo el continente tras la caída de los regímenes comunistas. Ganar la Copa de Europa no era un sueño para el joven Vilariño. Era algo tan lejano que ni se pensaba en ello. Siete han caído desde entonces y los madridistas de nuevo cuño se han malacostumbrado. Y los culés también.
El Liverpool ya había ganado su última liga (hasta que recientemente un hiperactivo alemán se la devolvió), y tras la dimisión de Kenny Dalglish entraba en una época de pesadilla. La viviría en la recién creada Premier League, que significó la confirmación de que los ricos ya ni se molestaban en aparentar que les importaban los pobres. Y en esas siguen, reduciendo más y más el juego más universal y democrático. Ahora, según parece, toca una Superliga europea porque los medianos de aquella época (y algunos grandes, como hemos visto), ya no son más que una molestia para los gigantescos superclubes nacidos de aquella puñalada trapera de Berlusconi y de otras posteriores. Ese fue el imperceptible cambio que se generó durante la primera mitad de los años 90. Aquellos polvos trajeron estos lodos.
Y luego está el caso del modesto jugador belga que quiso luchar por su derecho a trabajar donde quisiese en una Europa que fibrilaba ante su nueva y recién adquirida unión. Jean-Marc Bosman, el hombre que sin querer nos cambió el mundo. Y aquí estaremos para hablar de ello. De lo que Bosman se llevó.
Imagen de cabecera: Imago
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