Mientras la biología, la filosofía, la psicología o la antropología se debaten sobre si la especie humana posee instintos heredados, los delanteros viven en el área respondiendo a su propia supervivencia. Cuestión de impulsos, de naturaleza, de dominio racional. De técnica, por supuesto. Incluso de suerte. El que roza el cuero con un guiño del azar, el que juega más con la cabeza que con las piernas, el que marca un tanto tras otro de una manera tan innata y natural como inaudita. ¿Talento o aprendizaje? O un poco de ambas. Quizá eso de aprender sea de por sí un talento.
Robert Lewandowski y el gol son una simetría perfecta. Un romance longevo. Un monopolio en territorio teutón; pulverizador de récords, coleccionista de trofeos. Da igual a quién le plantes delante o al lado. Sin atiquifobia. Una película que has visto decenas de veces y quieres repetir sabiendo que siempre termina igual; antítesis de la sorpresa. Aun así, te preparas palomitas. Un filme que se antoja ficticio y que, sin embargo, no carece de realidad. Él corta el pastel y se lleva la mejor parte. Habita en una continua reciprocidad con la pelota. Te ridiculiza de manera soberbia, con esa facilidad insultante para marcar; a la misma vez que algunos todavía no han descubierto cómo hacer un huevo frito o andan metidos en la ardua tarea de saber decir no. Jugar contra él debe ser como esa última copa que sabes que mañana te va a sentar como un tiro en el pie.
El gol es un protagonista que narra el fútbol. Tiene esa autoridad para decidirlo todo, el poder para lanzar adjetivos por doquier. El delantero no puede subsistir sin la inspiración para llegar a él. Del mismo modo que aquel que decide ponerse a escribir y pedirle clemencia a las palabras para salir de ese aprieto. Las ideas no surgen sin más. Es un proceso intrínseco, que decide aparecer sin avisar. Musas o neurociencia. Un estímulo que desata la creatividad. “El primer borrador de cualquier cosa es una mierda”, afirmaba Ernest Hemingway. Y luego está la pasión, ese sentimiento tan innegociable para cualquier cosa que hagamos en la vida. La pelota también pide un poco de ella. Xavier Marcet decía en una de sus brillantes columnas: “Sin pasión no pasa nada. La pasión como encendedor de la razón. La pasión como suma de compromiso e ilusión. La pasión rompe la inercia que se derrama. La pasión permite dar sentido al esfuerzo y a la tenacidad”.
Lewandowski es una perennidad competitiva. Un jugador determinante dentro del área, que sabe ejecutar una lectura perfecta para intuir y saber qué espacios atacar. Sinónimo de profundidad y desmarques. Un jugador dinámico que, sin alejarse demasiado de su hábitat, sabe formar parte del juego colectivo generando ventajas. Un rematador de primeras al que no se le hace de noche. Su llegada a Barcelona no solo supone una herramienta infalible para producir goles, sino también subir cinco escalones de golpe en la escalera del prestigio. Y a la misma vez, un reto para el polaco. Tener presencia en un equipo que busca volver a ser competitivo a todos los niveles y salir de su habitual zona de confort, en la que ha estado imponiendo su ley durante 12 años.
Leí que un científico desarrolló, hace unos meses, un sistema de defensa contra meteoritos. Una especie de escudo que frena su impacto. La vida y la naturaleza nos colocan frente a las adversidades de manera constante. A veces, sin que lo sepamos. Como esos meteoritos que impactan contra nuestro planeta sin que nos enteremos. Todos vivimos un conflicto. Muchas veces contra nosotros mismos, nuestras pesadillas y nuestras complejidades. Intentamos sobrevivir a ello, derribar una portería, marcar un gol. Lo importante es que lo sigamos haciendo mientras disfrutamos. Ahí reside la clave de nuestra existencia. También la de Robert Lewandowski, un animal competitivo que mira a los ojos, sin miedo, a una manera de sobrevivir que le hace feliz.
Imagen de cabecera: FC Barcelona