Es el mejor. Y diría que lo siento por los haters, pero estaría mintiendo. Estas bofetadas de realidad, más que necesarias, son justas. Porque es justo ajusticiar a periodistas que buscan a alguien a quien situar por encima. Tras la final de la Champions su candidato era N’Golo Kanté. Concluida la Eurocopa se decantaban por Jorginho. Valiéndose de su gran inicio de temporada 21-22 nos querían vender los méritos de Karim Benzema. Y cuando entendieron que igual a estos tres les faltaba un palmo y que no eran rivales para el argentino, finalmente optaron por agarrarse a Robert Lewandowski como única esperanza real que pudiera plantarle cara. La opción, por otra parte, que más peso tenía, sobre todo porque, como dijo el propio ganador del premio, de haberse otorgado el mismo en el maldito año de la pandemia, sin duda hubiera sido él el gran favorito.
Yo soy de los que piensan que en el último año Leo no ha estado a su máximo nivel. Es el gran problema del rosarino. No compite contra el resto, sino contra su pasado y unos registros imposibles que dejó para la historia. Ese estratosférico nivel es la vara de medir. Su vara de medir. La que sacan aquellos que quieren destronarle. Aunque solo para él. Y no es justo. Sin embargo, este Leo (que ya no es aquel Leo) sigue siendo mejor que el resto de los mortales. Y eso duele cuando quieres forzarlo a abdicar.
En 2021 su gran pico de forma llegó en la Copa América, donde ganó por fin ese torneo de selecciones que tanto le echaban en cara sus detractores (aquellos a los que en su día les valió una repesca para reclamar por Cristiano Ronaldo), siendo elegido mejor jugador y proclamándose máximo goleador y asistente de la competición. Lo siguiente fue escuchar que el nivel del evento no era para tanto. Pero si tomamos a la propia Portugal de CR7 como referente entendemos que es otro mantra interesado (basta revisar los enfrentamientos del luso ante selecciones sudamericanas).
Así pues, como la baza de la selección quedaría desactivada, las hordas anti Leo pusieron los logros de su club en el punto de mira. Otro error. Y es que simplemente con mirar lo que ha sido el Barça post Messi en el arranque de la nueva campaña se entiende todo lo que sostenía el entonces capitán culé. Si antes brillaba él, ahora brilla su ausencia. Mantener al equipo catalán en la pelea de la liga hasta casi el final de la misma y conquistar un título, por menor que pueda ser la Copa del Rey (menor según intereses, todo sea dicho), tiene un mérito descomunal. Y no pueden pesar más dos meses en el PSG que han sido de adaptación.
La realidad es que podría extenderme, explicar un montón de cosas. Recurrir a estadísticas que otorgasen ventaja a mi tesis, como las asistencias, los regates completados, las grandes oportunidades creadas o cualquier otro registro que poner sobre la mesa para mi beneficio y así decantar la balanza a mi favor. Sin embargo, lo más importante no se puede medir. Las sensaciones no se pueden medir. Sensaciones como el respeto que proyecta en la afición rival o los inevitables impulsos que cambian nuestras posturas en el sofá cuando agarra la pelota el mejor jugador de la historia.
Porque creedme, estamos ante el mejor de la historia. Un tipo que no necesita campañas de merchandising ni poderes fácticos. Él solo juega. Lleva jugando más de tres lustros. Y normalmente gana (hay un palmarés detrás que no miente). También a las campañas orquestadas de acoso y derribo que sufre de manera constante. Gana. Como este 29 de noviembre. Noche en la que recogía su séptimo Balón de Oro mientras sus críticos se rasgaban las vestiduras con argumentos que solo les valen a ellos y a los que no creen en D10S.
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