Hay una manera de detectar si alguien es buena persona o no: si este se muestra dubitativo o no con las cosas de su vida. Los que no tienen catadura moral, como los políticos, no suelen tener ningún conocimiento de nada, pero salen en sus ruedas de prensa para afirmar lo que les reclamen sus jefazos con una altanería exagerada. Y les da igual si afirman que 2+2 es igual a 27. A Rafa Nadal le ocurre lo contrario.
El español, al hablar con los periodistas, dice lo que siente. Cuando no le duele una cosa es la otra. Es lo normal cuando llevas dos décadas compitiendo en la élite y ganándolo todo. Me atreví el otro día a realizar una encuesta en el perfil de este humilde medio sobre si Nadal podía ganar el Australian Open que arranca ya. Hubo risas en Twitter. Djokovic, para los seguidores, era el único ganador. Es cierto que el serbio llega a gran nivel, pero el hecho de nombrar al balear como otro probable vencedor -cabe recordar que es el vigente campeón tras la heroicidad de 2022- es motivo de burla.
Sí, querido lector, sé que lo ibas a comentar ya: sus últimos partidos son desastrosos. Nadal llega con la peor racha de resultados de su carrera, inmerso en una etapa de su vida completamente distinta a lo que ha vivido ya que ha tenido un hijo. Eso no quita que jamás se ha rendido en ninguno de sus torneos pasados. En la última final de este torneo, ante Medvedev, tenía perdido el choque y lo consiguió voltear con un tenis irrepetible.
“Podría ser mi último partido de Roland Garros”, afirmaba a los medios en su última comparecencia en el segundo Grand Slam del año. No tardaron los censores en achacarle que en su discurso escondía la falsa humildad. Nada más lejos de la realidad. Es puro estoicismo. Sabe que cada raquetazo puede ser el último y por eso nunca se rinde.
Imagen de cabecera: @AustralianOpen