Joel SIERRA – México creía. Mezclaba su fe intrínseca con el fútbol dibujado por el alquimista Herrera y representado sobre el césped por los jugadores en una aleación perfecta. Los aztecas ya lo habían demostrado en la primera fase, especialmente contra Brasil. Pese a haber llegado a la Copa del Mundo de rebote y con misericordia, habían cambiado radicalmente la mentalidad de la mano de su técnico, transformados ahora en un equipo sólido, competitivo al máximo, con una propuesta notable y capaces de poner en aprietos a cualquiera.
El latigazo de Giovani nada más regresar del parón del descanso ante Holanda, acercaba a los mexicanos la posibilidad de hacer historia. Nunca antes habían conseguido alcanzar los cuartos de final en un Mundial fuera de las fronteras de su país. Era el premio merecido a una primera parte en la que habían sido superiores y habían dominado a su célebre oponente. Paradójicamente, en ese preciso momento, en el momento exacto en el que se habían acercado más a la gloria hasta casi tocarla con los dedos, empezaron a distanciarse de ella.
El paso atrás progresivo según avanzaba el minutero del choque fue letal. Con la lesión de Héctor Moreno, México echó a faltar su presencia apaciguadora en la defensa y su salida limpia desde atrás. Además, sin Peralta ni Dos Santos en ataque -a los que Herrera decidió retirar quizá demasiado pronto- toda posibilidad de generar arrebatos ofensivos ocasionales fue amputada y la iniciativa pasó gradualmente a manos holandesas hasta verse totalmente avasallados. Una iniciativa que Robben se quedó para sí en sus botas y de la que ya nunca más se desprendió. Tal vez faltó un punto de valentía. Tal vez hubo un exceso de repliegue. Solo tal vez.
O simplemente tal vez la maldición del quinto partido quiso volver a ser protagonista y verdugo de las esperanzas mexicanas por sexto Mundial consecutivo. De nuevo con crueldad, con alevosía. Desde el gol de Sneijder al riguroso penalti sobre Robben transformado por Huntelaar transcurrieron cinco minutos. En ese lapso todo terminó por precipitarse por la borda, dejando a México sin elementos para la reacción, impávido e inmóvil tras recibir un golpe tremendo que sí vieron venir pero que no supieron encajar y no pudieron contrarrestar.
Esta generación nacida de la desgracia, del trauma de verse prácticamente fuera de Brasil 2014; se vuelve a casa con una de esas derrotas que se recuerdan para siempre, que siguen haciendo daño con el paso del tiempo, que tardan en curar y que no se olvidan ni con todo el tequila del mundo. Sin embargo, México ha recuperado su prestigio cuando hace poco más de seis meses estaba siendo destrozado y arrastrado y ha conseguido que el águila bordada en su pecho vuelva a lucir con la cabeza alta hacia el cielo. Como toda la selección en su conjunto debe tenerla y mantenerla.
Al ‘Tri’ le toca ahora despedirse de su líder carismático, de su Káiser. Rafa Márquez no volverá a pisar un estadio mundialista pero, al menos, puede retirarse tranquilo. El porvenir está en buenas manos. En las manos de un grupo joven cuyo once base, sin contar al ex barcelonista y al ‘Maza Rodríguez’, presenta una media de edad de 26 años. En las manos de la progresión de jugadores que han maravillado como Layún o Héctor Herrera, del talento de Gio, de los reflejos de Ochoa, de la estabilidad del ‘Gallito’ o de la fortaleza del ‘Gullit’. Y en las de un hombre encargado de dirigir el timón y que, pese a ser el seleccionador menos pagado de todo el Mundial, ha demostrado su completa valía y su buen hacer para que México siga evolucionando y creciendo.
Para volver a poder decir pronto que ellos, y nadie más, son los reyes de la CONCACAF. Para regresar a luchar por superar la barrera de los octavos dentro de 1400 días y no solo vencer a su rival sino también vencer a una maldición que hoy se antoja eterna. Las amarguras no son amargas cuando las canta Chavela Vargas y las escribe un tal José Alfredo, decía Sabina en la canción ‘Por el bulevar de los sueños rotos’, ese sitio desagradecido por el que ahora transita México. Dolido en la derrota amarga pero alejado de la amargura y, por fin, nuevamente orgulloso.
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