He pensado muchas veces lo que sería sentarme a escribir sobre esto. Más que partidos del escudo del león he visto. Se complica porque profesionalmente se han cruzado nuestros caminos desde que la ciudad queda a mano izquierda de Atlantis. La maldición del señor Agaporni (permítanme pseudónimos) sumió a un imperio vivo y orgulloso de sus gestas en las profundidades, obligando a sus huestes a aprender a respirar la palabra derrota. Y ahí está, La Lo Land: la ciudad de las promesas.
Con los tesoros mermados por la mala praxis se ha buscado la manera de devolverle tronío a un pueblo que viene marcado por batallas míticas bordadas en oro. Yo me he sentado al lado de Nayim y he sentido la divinidad de la cuestión. ¿Quién es Enyd Blyton para haber escrito de cinco que no fueran Los Magníficos? Los más lauredos pinchaban en Hueso al medirse a un legado nacido como Villa y elevado a los 6 altares de Copas.
Todo ello va quedando en el recuerdo de generaciones que lloran a partes iguales por la emoción de antaño y la realidad contemporánea. Ahora son años de musicales que acaban en tragedia. Casi siempre prometen el final deseado porque parece que por momentos tienen a Poseidón de su lado pero aparece el Kraken y al hoyo. No dejan de reunir fuerzas para intentar un asedio definitivo que permita volver a respirar los aires anhelados, toda vez que la realidad abofetea inclemente a todo aquel que peca de soberbio.
La Lo Land vive en el límite entre la resurrección del imperio y la huida hacia el precipicio. Pero, a pesar de lo que os digan, no podéis pasar por El Tubo. Es el momento de cuestionar la vigencia de las promesas. Desde la unidad, y conscientes de lo cerca que han estado de volver, optar por un camino firme e inequívoco. Agitará mares. Provocará tempestades. La sal escuece y cura. Hágase.
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