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Fútbol sudamericano

La final más triste de River, el apodo más cruel

La ancestral historia del Club Atlético River Plate guarda momentos célebres –alegres y aciagos–, pero ninguna herida sangra tanto como la final de la Copa Libertadores de 1966 ante Peñarol, con desempate incluido en Chile.

Víctor David López.- Los equipos de fútbol también tienen puntos de no retorno, y fotografías dolorosas. River Plate, una de las instituciones deportivas más importantes de Latinoamérica, un pionero, un histórico, tiene ante sí uno de esos días que rellenarán páginas y páginas de su enciclopedia. Porque River, a lo largo de sus 114 años de ajetreada vida, ha inventado palabras y sentimientos, ha definido sensaciones indefinibles.

Quien no ha estado en el Monumental, por ejemplo, no conoce con detalle los conceptos de éxtasis y amargura. El partido de vuelta de la final del 66 contra Peñarol se enmarca dentro de esa locura colectiva. Los locales se llevaron la victoria tras ir a remolque durante todo el encuentro, con la soga al cuello por haber perdido ya en la ida en el Estadio Centenario cuatro días antes. La gloria continental pidió entonces campo neutral y desempate dos días después.

El escenario definitivo: el Estadio Nacional de Santiago de Chile, que siete años más tarde acogería el horror pinochetista. Sobre el césped, el Millonario con Amadeo Carrizo, Óscar Mas y los hermanos Onega a la cabeza –Ermindo fue el gran héroe del partido de vuelta en el Monumental y Daniel el máximo goleador de esa edición del torneo, con 17 goles, récord que aún nadie ha superado–, y el Peñarol con Julio César Abbadie, Pedro Rocha y Alberto Spencer. Era la séptima vez que se disputaba la Copa Libertadores. Los seis primeros trofeos se los habían repartido equitativamente Peñarol, Santos e Independiente. Los uruguayos estaban acostumbrados al éxito y los porteños lo deseaban. En esta ocasión la competición contaba con más equipos de lo habitual y bajas importantes: los equipos brasileños se habían negado a participar en protesta a la inclusión de los subcampeones nacionales –según ellos, devaluaba el torneo–, y los equipos colombianos estaban sancionados por las irregularidades detectadas en los contratos profesionales de toda su federación.

La sobrecogedora decisión, el 20 de mayo de 1966, estuvo repleta de raza y goles antológicos. River llegó ganando 0-2 al descanso, gracias, entre otras cosas, a un enérgico golpeo de Jorge Solari –tío de Santiago Solari y Fernando Redondo– desde 30 metros tras un fugaz robo y un quiebro de plástico fino. Todo hacía indicar, por juego y por efectividad, que tenían la medida tomada a Peñarol y el trofeo en las vitrinas. En palabras del delantero santafesino Daniel Onega, el perpetuo presidente de River, Antonio Vespucio Liberti, llegó a bajar al vestuario en el descanso para anunciarles quince días de vacaciones en la Costa Azul tras la final de la Intercontinental que soñaban y casi tocaban contra el Real Madrid. Vespucio Liberti, clave en la construcción del Monumental, que hoy lleva su nombre, era bien conocido en aquellas aguas cristalinas: hijo de genoveses, fue Cónsul General de Argentina en Génova durante la presidencia de Perón.

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Sin embargo, el segundo tiempo fue testigo del cambio de actitud de los montevideanos, que salieron decididamente a morder y a decir cosas al oído, que también hace mella. Ante el empuje uruguayo y regodeándose de su aguante y la ventaja momentánea, Carrizo –que con 40 años de edad, y tras 21 temporadas salvaguardando la portería de River, era una auténtica institución–, detuvo con el pecho un testarazo del peruano Juan Joya, lo cual incendió unos ánimos que estaban a punto de venirse abajo. Lo terrible para River fue que el gesto de Carrizo no solo molestó y electrificó a sus rivales. Luis Cubilla y Roberto Matosas, titulares con River en aquella final pero uruguayos ex de Peñarol –Vespucio Liberti había pagado a Peñarol por Matosas 33 millones de pesos–, también se sintieron ofendidos, lo encajaron casi como una ofensa a la patria y empezaron a actuar en consecuencia a partir de entonces. Fue tan conocido este hecho que los que pudieron llegar cerca del vestuario de River al final del partido recuerdan que Renato Cesarini, el legendario entrenador que fallecería tres años después, no paraba de gritar: “A mí me han traicionado”. El –hasta aquel momento– bicampeón suramericano consiguió llevar el partido a la prórroga, para luego rematarlo con saña (4-2). River, con aturdimiento general y división de opiniones internas, solo acertaba a protegerse la cabeza mientras le pasaban por encima. Spencer fue el que más les pisoteó, sacudiendo por partida doble el marco argentino. El primer gol llegó con una volea a la media vuelta, inverosímil para un hombre de su envergadura. El segundo, ya en el tiempo suplementario, fue el resultado de sacarle medio cuerpo de ventaja al defensa en el salto con el que cabeceó un impecable centro de Pablo Forlán –padre de Diego Forlán–. Pedro Rocha, ilustre integrante del club de jugadores que han disputado cuatro Copas del Mundo, cerró la debacle en el 109´.

La misión de River, a pesar de la actitud de su presidente, en ningún instante fue considerada sencilla, y, aunque perdure en la memoria colectiva la remontada sufrida, la historia del fútbol nos recuerda que no sucumbió ante un rival cualquiera. El ecuatoriano Alberto Spencer, sin ir más lejos, uno de sus más molestos dolores de cabeza, es el mayor goleador de la historia de la Copa Libertadores –tres de los cuatro máximos goleadores históricos jugaron esa final; Daniel Onega y Pedro Rocha eran los otros dos–. Al espigado delantero le tocó madurar en una terminal de aeropuerto, donde había llegado engatusado por un montón de folletos turísticos de Uruguay; y ahora recibe visitas de Estado en el cementerio de Montevideo donde está enterrado. Un ídolo, un mito, un martirizador.

A pesar de la dificultad de la faena y lo tenso del partido, esa supuesta cobardía en el segundo tiempo y en la prórroga del partido de desempate, colgó el cartel de “gallinas” a los jugadores de River. El sentimiento recorría las crónicas de la época en la prensa argentina, y las tertulias de los cafetines. El apodo, además, se escenificó y se hizo inmortal, en vivo y en directo, en el primer partido de liga que tuvieron que enfrentar tras volver su país, como visitantes en la cancha de Banfield. Allí, unos aficionados rivales soltaron, inaugurando la gran mofa, una gallina blanca con una franja roja, desde uno de los fondos. Y ya nadie pudo parar la leyenda.

Los gallinas tuvieron que empezar de cero, una y mil veces, para llegar a lo más alto. Al final lo consiguieron pero durante el trayecto siempre atacaba, y sigue atacando, el recuerdo del ejército de fotógrafos, enfundados en sus gabardinas marrones, adentrándose hasta el centro del campo para sacar buenos primeros planos de la celebración del gol del empate de Peñarol en Chile. River, sin duda, nunca olvidará esas fotos.

 

Autor: Víctor David López / @VictorDavLopez

 

Final de la Copa Libertadores 1966: Peñarol vs. River Plate

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