La vida de Matías Jesús Almeyda siempre fue una montaña rusa, un continuo sube y baja del éxito personal y profesional de alguien que estuvo tocado con una varita para hacer disfrutar al resto sobre el balón. Suya es la historia del niño que con 12 años le escribió una carta (que nunca le llegó a enviar) a Maradona pidiéndole su camiseta y que fue élquien terminó regalándole camisetas al Diego para su hija Dalma. Suya es la historia del futbolista que se negó a jugar con varios equipos cuya directiva permitía que la hinchada apretara las tuercas a unos futbolistas que lo daban todo en el verde. Suya es la carrera del tipo que se retiró con 31 años del fútbol profesional y que cuatro más tarde decidió volver para salvar a River Plate de su corazón cuando nadie le esperaba. Suya es la decisión de rechazar al Real Madrid y elegir jugar en un Sevilla que acabó perdiendo la categoría. Suya es la anécdota del futbolista que se negó a cortarse la melena cuando su entrenador Passarella (un maniático de ello hasta el punto de prescindir de Redondo en la selección) se lo ordenó. Suya es la historia de ese mediocampista que jugó una y mil veces lesionado y que lidió durante toda una carrera con problemas de depresión. “Fui profesional hasta los 18… Y luego otra vez a partir de los 35”, dice el jugador que abusó del alcohol y que comenzó a fumar con la mayoría de edad.
Durante mi infancia, siempre idealicé a esas personalidades públicas que lucían pelo largo lacio. Quizás porque no eran muchos, pero sí muy llamativos. Yo quería ser Gabriel Batistuta primero, y Hernán Crespo después. Cuando asomaba mayo y llegaba Roland Garros, en mi cabeza solo podía ganar Carlos Moyá. Si tenía que elegir disfraz de carnaval, mi decisión era ser Tommy Oliver, el Power Ranger blanco (y verde, anteriormente) que también destacaba por llevar melena y molar más que los demás. Y si se sucedían jugadores esporádicos sobre los que no podía hacer el mismo seguimiento que sobre mis ‘ídolos’, mis ojos casi siempre iban a parar en esos de melena larga casi herculina. Ya fuera Zlatko Zahovic o, como es el caso, Jesús Almeyda. ¿Cómo no va a ser especial y diferente un jugador al que, en la tierra de los motes, se le apodó El Pelado pese a caracterizarse toda su carrera por jugar con melena larga?
Aunque él asegura que en sus inicios en categorías inferiores sus registros eran comparables a los de Batistuta, la realidad es que Almeyda, medio defensivo, apenas logró en su carrera una docena de goles y un gran puñado de ellos fue en una experiencia fugaz en la Liga de Noruega, con un dudoso nivel entonces. Sus inicios en el profesionalismo, eso sí, quedaron marcados por una jugada ante España en los Juegos Olímpicos de 1996 en la que parecía que Almeyda era el último 10, cuando su estilo era radicalmente opuesto. En los cuartos de final de la cita, robó un balón dividido y sorteó hasta a cuatro rivales antes de estrellar un balón en el larguero que luego Crespo empujaría a gol (el primero de los cuatro que le endosó la albiceleste a España). Almeyda, 24 años y una carrera hasta entonces en la que había sufrido mucho para ser titular en River Plate, donde venía de ganar la Copa Libertadores, se presentó como el gran futbolista del campeonato argentino por el que se pelearon Real Madrid y Sevilla. Y es que, sin conocer demasiado el juego del futbolista y con esa acción en las pantallas de todo el mundo, el panorama fútbol vendió a Almeyda como un mediapunta de regate, de último pase, de visión, y de gol.
“Que yo no soy Maradona, que lo mío es correr y robar balones”, se excusó de esas expectativas en su presentación como hispalense, pues poco le importaba que el Real Madrid le pagara más dinero, que él ya había dado la palabra de jugar con los andaluces siendo el traspaso más caro de la historia del fútbol argentino, superando al propio Diego. En Sevilla quedó claro que no era Maradona, en un equipo a la deriva que acabó perdiendo la categoría y Almeyda encontró su salvoconducto en Roma. Allí jugó para la Lazio, donde encontró la horma de su zapato en un equipo copado de argentinos (Simeone, Sensini, Claudio López, Verón…) que consiguió con El Pelado más de la mitad de todos los títulos en su historia. Almeyda era el jugador que más corría, el mediocampista que más balones robaba y el que fue elegido en su segundo año Mejor Jugador Extranjero del campeonato, un título difícilmente accesible para alguien que no resalta en números de goles y asistencias. El ídolo de una afición que hoy sigue teniendo en una de sus gradas una pancarta solicitando once pelados (Undici Almeyda) sobre el césped.
Lidió durante gran parte de su carrera con lesiones musculares. Una pubalgia le trastornó cuatro años de carrera y salió al campo durante varios partidos con desgarros musculares (infiltrado) porque él no entendía qué era eso de borrarse si el entrenador le llamaba a filas aunque después de cada partido tuviera que estar cuatro días sin poder moverse de la cama. Pero más allá de eso, tuvo que aprender a vivir con depresión y ataques de pánico. Le encuentra origen en el hecho de abandonar su casa siendo un crío para vivir en la pensión de River Plate y perderse parte de su infancia en casa con sus padres, a los que echaba profundamente en falta. Casado y con hijos, siendo un ídolo para miles de aficionados sobre el campo, Almeyda era incapaz de mover un solo músculo en su casa, tumbado en el sofá queriendo que todo el mundo se acabase y, aunque fugazmente, pensando en una solución definitiva para quitarse de en medio.
Almeyda, de mecha corta, superó todos sus problemas, no sin medicación y tratamiento, y dejó a un lado esa parte oscura de su pasado cuando se emborrachaba en las fiestas familiares. Tocó fondo en el Inter, tras haber jugado en Lazio y Parma y poco antes de salir escaldado de Brescia, donde renunció a las primeras de cambio cuando los ultras del equipo, azuzados por el presidente, fueron a apretar las tuercas a los jugadores. Nadie entendió que se retirara del fútbol con 31 años, pero mucho menos que retornara al fútbol cuatro años después, con 35. Entre medias, Simeone, su alma gemela en la selección y en la Lazio, le reclamó para ser su ayudante en esa primera experiencia como entrenador en Racing de Avellaneda y Estudiantes, pero en la cabeza de Almeyda estaba ser primer entrenador si algún día tomaba la decisión. Cuando River Plate anunció su contratación con 35 años, la afición se echó encima porque no lo consideraba oportuno, pues parecía que un ex futbolista que se había quedado sin dinero quería volver para sangrar la economía de un club que iba a la deriva.
Nada más lejos de la realidad, Almeyda sorprendió a todos con unos test físicos magníficos (los mejores del equipo) e inexplicables para un tipo que llevaba cuatro años retirado y que no tenía actividad física regular, además de fumar y beber de manera constante. Fue suplente en su primer partido, pero lo acabó jugando absolutamente todo en el resto del campeonato. Y esos mismos que le habían cuestionado acabaron pidiendo por él como capitán y votándole como mejor jugador del equipo en la temporada. Almeyda jugó dos años más en River Plate y fue lo único destacable de un equipo que acabó bajando a la B, una tragedia para la que el nuevo ídolo de la hinchada se cambió el chándal por el traje, pues fue El Pelado quien se vistió de entrenador para devolver a su equipo a la máxima categoría.
Aquel niño que soñaba con que Maradona le regalara su camiseta y que el ‘10’ acudiera a su barrio natal (y que lo terminó cumpliendo, pues Maradona fue a visitarle años después, cuando aquella carta salió a la luz en un programa que Diego tenía en la televisión argentina) y que acabó regalando camisetas a Maradona para una de sus hijas. “Jamás imaginé que algún día le terminaría pidiendo a Dios por River. Una locura. Vos lo hiciste posible, Pelado. No lo puedo creer”, le escribió Maradona cuando Almeyda se estaba jugando, como técnico, volver a la máxima categoría. “Al final mi carta fue más larga que la tuya”, terminaba Maradona, escribiendo a un jugador que superó barreras más allá de lo imaginable.
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